viernes, 30 de noviembre de 2012

CORTOCIRCUITOS


El electricista ha anotado su nombre y su número de teléfono en el trozo de regleta que baja del techo al cuadro. Ha usado un rotulador indeleble, de color negro. Me ha dicho que ahí y con esa tinta, siempre lo tendré presente, frente a cualquier problema. También me ha dicho que él no cree que vuelva a producirse otro cortocircuito, y me hablado de la nueva potencia que tengo contratada, del grosor de los nuevos cables y de lo dificultoso que le ha sido traspasarlos a través de la instalación antigua. Luego me ha dado dos besos. Quizá por su edad y por la mía, ha pensado que ese era el modo más adecuado de acompañar el adiós. No me ha parecido mal. Yo, cuando se ha inclinado para hacer chocar sus labios contra mis mejillas, he apretado con mi mano su antebrazo. Espero que a él tampoco le haya parecido mal y que este gesto tan nimio no le haya conducido a imaginar cosas que no son.

A Miguel le ha explicado la conveniencia de los cinco mil cuatrocientos kilovatios, aunque nos suba la cuota fija, y lo de los cables nuevos a través de la línea antigua. He omitido lo de la tarjeta de visita y lo de los besos. ¿Para qué? Miguel es celoso y enseguida le habría puesto pegas al nuevo contrato y al hecho de haber usado un viejo esqueleto, aunque eso nos haya supuesto un ahorro considerable. Porque ya puestos, mejor hacer las cosas bien, me habría dicho, para, seguidamente, tachar el nombre y el número de nuestro nuevo electricista, con otro rotulador indeleble, y dejarlo todo tal y como está.

Esta tarde, mientras Miguel echaba su cabezadita, le he estado dando vueltas a ese asunto. Según nuestro nuevo electricista, la manguera que guarda el cable nuevo es de diámetro dieciséis, y el cable en sí, de catorce. Espacio justo; pero suficiente, si no fuera por la fricción que se produce en las esquinas. La posibilidad de sobrecalentamiento, también según el chico, queda extirpada por el aumento de potencia. De ahí la necesidad del nuevo contrato, el de los cinco mil cuatrocientos kilovatios. Y después están los nuevos enchufes con toma de tierra, para los aparatos que precisan de más energía. Todo correcto. A la orden. Y, sin embargo, en cuanto Miguel ha despertado y ha salido a entrenar, me he acercado a la regleta, he retenido en la memoria el nombre de pila anotado y he marcado el número.

martes, 20 de noviembre de 2012

VICIOS MODERNOS


El tabaco y el encendedor en el bolsillo delantero de la camisa de fuerza.  Ninguna lo lleva, ni ahí ni en ninguna otra parte. Es obvio. Lo contrario acaso conforma un sarcasmo, como ese cartelito de “prohibido fumar” en la ambulancia que traslada a Marisa Paredes en Tacones lejanos. A la mía se lo han cosido para procurarme desesperación.

Todo medido al milímetro…

Con el mentón, una vez que estiro y encorvo el cuello y la espalda lo imposible, logro acariciar la ruedecilla del mechero y las boquillas del par de cigarrillos que asoman por la apertura del paquete. Entonces arqueo los hombros, consiguiendo que se dilate el espacio entre cada una de mis vértebras. En ese momento se hace añicos la caricia de antes; ya puedo golpear con cierta soltura lo que ansío; y trato de presionar hacia afuera, y de que ese ejercicio malabar me permita, en una milésima de segundo, retraer la mandíbula en el instante preciso y atrapar entre los dientes los objetos de mi deseo. Ambos al unísono, claro.

Venzo en el intento ciento cincuenta y tres. ¿Y ahora qué?

 

 

jueves, 8 de noviembre de 2012

LA BOCANA DEL PUERTO


Detrás de un vaso, en un lupanar de poca monta. Ahí será donde se tope con la hora suprema. Exhalando su última bocanada de aire negando la mayor, profiriendo su completo desapego y desaprobación a ese mundo, con la voz y el ánimo hinchados. De nuevo hiriente, hipócrita. Y de nuevo la meretriz condenada a escucharle, por sólo una copa, no le quitará la razón. Le resbala cuánto diga. Sorbe a poquito su combinado, ayudándose con una pajita, con los ojos vueltos del revés, mirándose a sí misma en una situación tragicómica, indómita, que la resuelve a ella como la mayor puta de esos contornos y a él como a un minúsculo placebo que acaso franquea semejante sitio a prestar compaña.

Tendrá que pasar un buen rato hasta que el barman se haga cargo de su cadáver. No es raro que se quede vencido sobre la barra. Nada raro. Luego, ya en la hora de cierre, le atusará el pelo, pidiéndole que despierte. Y viendo que no, él y uno de los gorilas le sacarán del antro por la puerta de atrás.

El sol que desata el nuevo día es poderoso. Alguien tendrá que darse prisa en encontrarlo. De lo contrario, su cuerpo blanquecino, todavía clemente, romperá a sudar por dentro, pudriendo el aire. Todo el aire del mundo.

Por fin me llaman y me cuentan. Permanezco mudo, impertérrito. Ni siquiera pestañeo. Al otro lado del aparato una voz solemne termina diciendo “lo siento”. No sabe. No nos conoce. No merece la pena explicarle. Seguro que durante esa misma mañana ya ha efectuado varias llamadas similares. Es su trabajo. Su maldito trabajo. Y sin embargo, justo un instante antes de que cuelgue, le confieso que me alegra la noticia. Entonces no pregunta. Sabe que no es su trabajo, que no es asunto suyo. Y después de unos segundos de mutuo silencio se limita a relatarme lo mismo y de la misma manera, para que no quepa duda de que me doy por enterado. Luego dice adiós y cuelga.

En las paredes de mi casa hay decenas de viejos retratos de mamá. En ninguno de ellos la reconozco. Se fue joven. En cuanto me tuvo. Su madre siempre me decía que al mar, a algún rincón cercano a la bocana del puerto, desde donde no le resultara difícil vernos. Yo siempre supe que se había ido al fondo. Lejos, muy lejos. Lo más lejos que pudo, aunque yo permaneciera allí, aterrado de miedo. Porque el miedo envilece a las personas. Y ella pasó miedo, mucho miedo.

Lloro en cuanto la miro. Extraño; no soy capaz de recordarla y apenas alcanzo a sentirla, pero mis lágrimas de ahora vienen más por ella que por mí. Y entonces, de repente, me arremolino entorno a una ensoñación que me permite descubrirla flotando no muy lejos, justo en donde las olas aminoran su virulencia.

Está muerta, me digo para salir de ese trance imposible. Muerta, muerta, muerta, repito hasta colmarme de convencimiento.

Marta me pregunta qué pasa. Me conoce bien y sabe que no es frecuente adivinar mis ojos húmedos, la tez de mi rostro pálida y mi mirada ausente. Le explico. Atiende. Me deja solo un rato. Regresa y detalla su parecer. La escucho. No digo nada. Insiste. Y sólo al final, muy al final, termina claudicando. No entiende que un hijo reniegue de su padre hasta el punto de no acudir a su sepelio. Sabe muchas cosas. No todas, pero sí demasiadas. Y aún así no entiende. A veces me gustaría revelarle que el paso del tiempo no es completamente uniforme, que existen partes que comienzan retrasándose y que se acaban quedando enclavadas en lo más profundo del estómago, purgando sin descanso en aras de una escapatoria que por ahí resulta imposible. Pero para hablarle de eso antes tendría que confesarle que hay gente en el mundo endemoniadamente mala; gente de carne y hueso, que anda muy cerda. Demasiado.

Por la noche no duermo. Me sorprende que todo haya ocurrido en mi propia ciudad, no muy lejos del barrio en el que habito, a sólo unas manzanas de mi lugar de trabajo. Me pregunto si no nos habremos cruzado en alguna ocasión, y, en tal caso, si habrá sido capaz de reconocerme. Yo hace años que lo desdibujé en mi memoria. Una mañana cerré los ojos y exageré sus facciones hasta transformarlo en un monstruo inhumano. Después los abrí y ya no quedaba ni rastro de su pelo negro brillante, ni de su piel blanquecina brillante, ni de sus manos carnosas y brillantes; ya no tenía barba de dos o tres días, ni vestía con ropa oscura y parduzca. Había adoptado formas extrañas: grandes orejas, el cabello cubriéndole la cara, las manos huesudas, también muy grandes. Un ser mucho más terrorífico que el original, pero imposible, fantasioso, ajeno a este planeta y a su órbita y a su galaxia.

A Marta le dije la verdad y le advertí que no deseaba escuchar ninguna otra propuesta. No deseaba su compaña. No en ese momento.

El mortuorio era tal y como habría imaginado, si alguna vez me hubiera propuesto hacerlo: blanco, limpio, hermético, frio. Lo mismo que el señor al que desperté. Llevó a cabo el ejercicio de todos sus movimientos con desgana, con desagrado, con mucha cara de sueño, con mucho fastidio. Cuando abrió la puerta de la nevera, tiró de la camilla y descorrió la sábana, enfatizó aún más las muecas de su rostro. Aquí tienes, no es más que un muerto, un trozo de carne muerta, un cadáver que nadie ha requerido y que por tanto se encuentra aquí, en un sitio sin alma, sin lágrimas, sin pena, pareció querer decirme.

Vuelva a cubrirlo y déjeme solo.´

Es más pequeño de lo que recordaba. No es más alto que yo. En sus extremidades inferiores la sábana sólo forma un montículo. En un acto reflejo palpo. Le falta un pie. Retiro rápido mi mano. Está ahí abajo y sé que las grandes orejas, el pelo largo atesorando su rostro y las manos huesudas han regresado al mundo de las invenciones. Ahí abajo está el monstruo del pelo negro y brillante y de piel blanquecina y brillante: mi padre. Descubro su pie, su muñón a mitad de la pantorrilla, sus muslos flacos, su sexo muerto, su vientre henchido, su cara, su misma mala cara de siempre, sus ojos por fin muertos.

Podría haberle reconocido. Podría haberlo hecho.

En el puerto, auspiciado por las luces de los primeros barcos que atraviesan su bocana, tras una noche faenando, puedo verla.

Duerme, mamá. Es él.

martes, 6 de noviembre de 2012

ASÍ SE HIZO "EL ZAPATO DE OTRO"

Pues lo dicho, que aquí os dejo este video que muentra un poquito de todo lo bien que lo pasamos realizando el corto... Las sensaciones, todavía hoy, continúan inalterables, bárbaras.

lunes, 5 de noviembre de 2012

OCTAVIO


Los primeros pobladores de la sierra que habito establecieron una máxima inquebrantable: Todo aquel que llegara a semejante lugar tendría derecho a un “piazo” de tierra de la que subsistir. Daba igual que fuera grande o pequeño, porque daba igual quien llegara. Y llegaron familias con uno, con cuatro, con cinco, con nueve y hasta con trece y catorce hijos. Y porque se sufragó una ley no escrita, un credo, un estigma en la mente: Vivir y ayudar a hacerlo.

Hubo algunos que nunca sembraron patatas y que, sin embargo, jamás carecieron de ellas. Y otros que inundaban sus campos con dichos tubérculos y que a cambio de ellos obtuvieron hortalizas, aceite, esencias, uvas para la elaboración del vino.

Igual pasaron cien años con sus correspondientes generaciones o igual ciento cincuenta. Nadie sabe concretar cuando se esfumó ese sueño. Dicen que todo arrancó por un disidente, que sembraba un poco de cada cosa y que optó por acordonar su terreno e intentar vivir ajeno al resto y ser autosuficiente, y que el resto se limitó a imitar esa tropelía. Eso dicen los que prefieren ocultar la verdad.

Porque a lo mejor no es mentira y no sólo fue uno sino varios los divergentes con ese modo de entender la existencia. Pero es imposible que sea verdad que fueran todos.

¿Qué ocurrió entonces?

En la sierra que habito, un estado demoniaco y avaro expolió a los moradores de esa tierra. Valiéndose de todas las artimañas a su alcance, les fueron empujando hasta obligarles a hacer el hatillo y salir en busca de otra patria en la que subsistir. Querían reinventar ese espacio, adecuarlo a sus necesidades y obtener el máximo beneficio. Lo lograron. Y eso, aparte de para hacer y guardar memoria y servirnos de ella para no cometer ni consentir los mismos errores, ya no importa. Lo importe ahora es consensuar y evaluar la posibilidad de regresar a esa máxima inquebrantable que establecieron los primeros pobladores de la sierra que habito, y llevarla a cabo en ésta y en cualquier otra parte; deshacernos del yugo y gobernar bajo el único credo que creo creíble: Vivir y ayudar a hacerlo.