martes, 21 de mayo de 2013

LA PUNTA


Caminas adrede con una punta clavada en la suela del zapato. Llevas toda la noche recorriendo el pasillo en ambos sentidos. Quieres acostumbrarte a esa punzada, que no quede ni rastro de amortiguación en el maldito pie derecho y que deje de asomarse cada dos pasos el gesto de dolor en tu cara.
Tienes pensado hacerte de su mano izquierda en cuanto salga de la tienda; apretarla cada tanto, cada dos pasos. Crees que eso te servirá para aminorar la atención de lo que ocurre abajo —sólo aminorar. Se trata de eso, de aminorar, no de disolverla del todo—. También has ideado proponer una conversación divertida, que os haga reír y convulsionaros levemente. Ella no debe darse cuenta. Te preguntaría; y aunque tú te empeñes en lo contrario, acabaría averiguando lo que sucede y te verías obligado a relatarle la verdad.
La verdad es que te falla la memoria. Olvidas las cosas que le has prometido. Y lo que aún es peor: te olvidas de ella. Porque hay miles de cosas que sabes que no debes hacer desde que estás con ella, sin el requerimiento de una promesa. Y las haces. No pierdes ocasión. Por eso te ha dado por pensar que puedes estar enfermo y has planificado todo este embrollo.
La punta clavada en la suela del zapato ha de actuar como los parches de nicotina. Cada impulso obtenido a partir de una zancada de tu pierna derecha te irá alejando del mal. Harás camino, caminando. Lo encuentras infalible. Una opción tan buena como otra… Otra que no te gusta. Porque te avergüenza acudir a un especialista, colocarte bajo su sano juicio, responder a sus preguntas y atisbar que sus argumentos y los tuyos no son coincidentes; que te toma por un simple hombre promiscuo, con la caradura de aparecer por allí para disfrazar lo que acontece y alargar en el tiempo, de ese modo, los supuestos beneficios.
Es cierto que te beneficias. Pero únicamente en el momento exacto. Después las puntas no son de hierro; pero en lugar de una son cientos; y no perforan un trozo de goma; éstas atraviesas tu piel y se retuercen en círculo, incesantemente, a un lado y a otro. Y cuando acaban contigo, ¡cuando crees que han acabado contigo!, permanecen contigo: en los razonamientos que proyectas y en el alma, el alma oscura que percibes.
 En el banco del parque apoyas tu pierna izquierda sobre la derecha y no cesas de golpear el suelo con la planta del pie. Ella te preguntas si estás nervioso. Sonríes, mientras le respondes que no.
La última vez fue anoche, justo antes de agarrar el martillo y la punta. En cuanto esa otra mujer se fue, llevaste a cabo ese ejercicio, tu medicina, tu tratamiento, sin descalzarte. Y, también adrede, usaste una fuerza desmedida, superior a la necesaria. Caló hondo. Mucho. Pero te mantuviste en silencio. Entonces te decidiste por otro golpe más definitivo, uno que viniera a hacer desaparecer la cabeza de la punta y surgir un grito y un llanto. Lo lograste.
Ahora le has pedido que se siente sobre tus rodillas. La abrazas y escondes tu cara y tu gesto de dolor en la techumbre de sus pechos. Te da miedo despedirte. Mucho miedo. Temes por ella y por ti. Barruntas la posibilidad de un nuevo fracaso. ¿Por qué no? Ya en otras ocasiones has jurado que aquello no volvería a ocurrir; y antes de la punta, has usado otros remedios parecidos, que nunca han servido para nada. La carne es débil. Y la memoria más, piensas.
Ha llegado el momento: su hora y la tuya. Le dices, tontamente, que confíe en ti, que no se preocupe, que la quieres, y que, al final de la tarde, en cuanto salgas de la piscina, pasarás por la tienda a recogerla.