jueves, 26 de febrero de 2015

¡MALDITOS!

¿Con qué armas luchamos contra la organización terrorista Boko Haram, que usa a niñas de diez años como paquetes explosivos para hacer estallar sus objetivos? Porque estamos en guerra, ¿no es cierto? ¿O no merecen esos asesinos que nos declaremos en guerra contra ellos? Me gustaría plasmar lo obvio ahora, de inmediato, para poder dedicarnos luego por entero a la solución del conflicto de las niñas. Lo obvio es que el primer mundo —el nuestro— sostiene casi el cien por cien de la culpa de lo que ocurre allí, en ese otro mundo. Bien, eso ya está hecho: una atrocidad, un genocidio que se ha extendido a lo largo de varios siglos. ¿Nuestro deber como ciudadanos? Impedir que las políticas de nuestros gobiernos se perpetúen un solo día más en esa dirección y llevar hasta el último rincón del planeta esa máxima de: Libertad, igualdad y fraternidad.
Dicho esto, centrémonos ahora en lo otro. Pregunto: ¿En el hipotético, absurdo e imposible caso de que tuviéramos a esos terroristas reunidos en la cima de una montaña, sin rehenes ni inocentes a su alrededor, cabría pensar en una bomba sobre sus cabezas, en una ejecución medida y premeditada, o, dada nuestra educación y legislación democrática, lo ideal sería lograr su apresamiento y sentarles ante nuestros tribunales? En nuestro país no existe la pena capital ni la cadena perpetua, a dios gracias. Entonces, ¿qué deberíamos hacer con uno de esos jefes de la organización terrorista que secuestra a niñas de diez años para usarlas como paquetes explosivos, tras pasar por nuestra Audiencia Nacional y por alguno de nuestros centros penitenciarios durante veinticinco o treinta años? ¿Soltarlo y ayudarle a reinsertarse en la sociedad?  
No es inteligente establecer cualquier clase de diferencia entre las acciones terroristas. Lo mismo da que sea un tiro en la nuca, una bomba en los bajos de un coche o un artefacto explosivo en unos grandes almacenes. Está claro. ¿Pero no os parece que esta sangre fría excede a todo lo demás? Un hombre forra a una niña con explosivos y la hace estallar. No hay error alguno en su proceder, no puede decir: desconocía la presencia de niños, de inocentes…
¡Malditos! Están consiguiendo que nos volvamos unos monstruos.
(Artículo publicado en el Diario Jaén el 26 de febrero del 2015)

jueves, 19 de febrero de 2015

Bye, bye love

Alguna vez he comentado con amigos que el día que me fallen la polla o el estómago me pego un tiro. Alguna vez he dicho que nada más me merece tanto la pena y que lo demás es sólo eso, lo demás. Imagínate como me miran: Absortos. Estupefactos. Sorprendidos. Desangelados. Entonces no entienden que todos, de un modo u otro, obedecemos criterios muy similares y que, en realidad, únicamente varían los puntos sobre los que colocamos el gobierno de nuestro equilibrio.
Gozar o trabajar en esa dirección, aunque para ello uno deba elegir el rumbo menos plausible. No cabe más credo sobre la faz de esta tierra. Y da igual el motivo; el mismo influjo produce la carne que el pescado, el olvido que la memoria, dependiendo de para quién. Porque para gozar es preciso exprimir las posibilidades del prójimo y las de uno mismo, democratizar la querencia, el apego… Y averiguar lo que duele, y lo que cansa, y lo que reporta y aporta felicidad, desmayos, impaciencia, sequedad en la boca y en la mente… vivir con el corazón a la intemperie, reduciendo las circunstancias a fuego lento para que no se queme ninguna de ellas y pase a ser imperativo obedecer su abandono.
No son mi polla ni mi estómago. Nada de eso. Es el camino…
Porque para traerte aquí antes he tenido que enamorarte y hacer que toda la sangre que atraviesa tu cuerpo se ponga a hervir. Y antes de eso, mucho antes, descender hasta el enclave  donde se hilan cuidadosamente tus intereses y taladrar ese sitio tan profundo con la suave brisa de mi propio interés. Porque yo te amo y preciso del líquido hipnótico que emana de tu boca y de tu sexo, pero con idéntica intensidad amo amar, la sensación en su origen más puro.    
A mí nada me gusta más que tu piel y la caída lánguida de las noches alrededor de una botella, por el queso añejo que preña de sabor cada copa de vino, porque entonces fluyen las palabras, la controversia, incluso el desatino. Pero entiendo, comparto y acato la existencia de otro billón de razones. Todas, al fin y al cabo, desembocan en el mismo río: Podría pasar cien días a pan y agua; jamás una semana lejos de esta cama. ¿Qué hay de raro en todo ello?
Por eso, ahora, en cuanto te vistas y te vayas y asuma que no puedo culpar a nadie salvo a mí mismo de la mortandad de mi polla, agarraré la pistola y me pegaré un tiro.