martes, 20 de septiembre de 2016

El principio de acuerdo

Si fuera por mí rompía el principio de acuerdo. Pero está su madre. Y a esa señora si algo no le hace falta son disgustos. La quiero tanto como a ella. Es verdad que la he visto poco y solo de visita, y que en un tiempo tan escaso resulta fácil amañar la realidad que muerde una persona; porque puedes imaginarla de una manera que no es: siempre riendo, de broma, hilando un chiste con otro; o cariñosa y atenta, procurando que uno de los dos muslos del pollo caiga en mi plato o sirviéndome el café el primero; esas cosas que se atribuyen a la cortesía y a la educación y que no siempre tienen que ver con eso.
También es cierto que mi deseo por esa mujer es más novedoso y reciente que el que siento por su hija. Hace apenas dos meses que me acuesto con ella; y se trata de la primera vez que lo hago con alguien tan mayor. Es decir, alguien con quien sabes que debes de llevar cuidado, montarla con dulzura, evitando los movimientos bruscos, por la fragilidad de sus huesos y de sus articulaciones; y evitando los orgasmos intensos o muy seguidos, por un corazón que ya ha dado algún que otro susto.
Tal vez se me olvide pronto y encuentre legítimo y viable el principio de acuerdo. Tal vez. Anoche mismo dejé de tocarme para no recaer en las formas de su cuerpo o en las tácticas con las que trabaja el mío. Hace mucho que no soy capaz de pensar en otra cosa cuando me faltan apenas un par de minutos para la corrida. Puedo empezar con su hija, o con la hija de la tendera, o con Mariló, o a partir de solo una apariencia concreta, sin rostro, sin identidad. Y pasarlo bien en ese preámbulo imaginario con su hija, o con la hija de la tendera, o con Mariló, o con ese ser anónimo; pero en el último momento, en el momento justo, cuando esa fantasía requiere que me sujete a una cintura, en las diez o doce últimas embestidas, ahí, en ese preciso momento, siempre aparece ella, a pesar de las estrías de sus pechos caídos y de su gran panza, si es que la quimera me la sitúa arriba, cabalgando sobre mi polla —sobre mi gran polla, dentro de ese sueño libre—; y a pesar de las estrías y de los cúmulos de grasa en sus enormes posaderas, si soy yo quien anda dando desde atrás, igual que un perro.
Su hija me dijo que le hiciera un apaño. Dijo eso y se marchó a no sé dónde. Y lo dijo alto y claro, dirigiéndose a mí y mirándola a ella, antes de empezar a descender la escalinata del porche. A lo mejor supuso que esa fresca caería en saco roto y que acaso sería tomada a broma; porque su madre le dobla en edad y en peso y se le apelotonan las arrugas en el contorno de los ojos y en las comisuras de los labios, y porque se mueve con dificultad y no puede disimular que es una vieja. No lo sé.
El caso es que, al ser verano, todo se precipitó muy fácilmente. Dimos un baño y cuando quiso salir del agua me pidió que la ayudara. Y ayudarla quiere decir permanecer detrás de ella mientras trepa por las escalerillas, empujándola un poco hacia arriba, presionándole el culo. Y entonces pienso que se me vino encima adrede. Y nos echamos a reír. Y creo que fue ella la que hizo un lazo en mi cuello con sus brazos; y creo que fui yo el que amasé sin ningún disimulo sus nalgas, con las palmas de las manos bien abiertas, y el que le mordisqueó con una apreciada ansia el escote.
Luego vino la mesura. La tomé a horcajadas y la conduje hasta una de las paredes de la piscina, más o menos a la altura de dónde cubre hasta el metro sesenta, y allí la penetré lentamente, con sumo cuidado. Y el vaivén que nos trasportó, lo mismo: lento, con cuidado, hasta que ella empezó a gemir y golpeando con sus manos contra mis cachetes procuró que terminara dándole con más brío.
Juntos. Sí, juntos. Lo que nunca me ha ocurrido con su hija y lo que casi nunca me ha ocurrido con nadie. ¡Acabamos juntos! Graznando como dos cerdos que presumen la matanza. Y nos quedamos bien relajaditos, con la misión cumplida; sin esa terca necesidad de pretender más, cuando lo siguiente que viene ya no puede ser ni tan siquiera la mitad de rico.
Su hija nos pilló desparramados sobre dos tumbonas. Soltó una carcajada y agravó el tono de su voz. “¡Buen trabajo, soldado! ¡Buen trabajo!”, dijo, fijando su mirada en mis ojos. Y dijo también que iba a cambiarse. Y que fuéramos alguno de los dos —refiriéndose a su madre y a mí— preparando la cena. Y por la noche, ya solos ella y yo, en la cama, dijo también “gracias”. Esta vez sin hacer burla con el tono de su voz. Después tomó mi pene con su mano y preguntó —dirigiéndose a él— si aún quedaba caldo para ella. ¡Caldo! Le di un manotazo en su estúpida mano y me di la vuelta.
La mañana que hizo trizas a esa noche trajo algunas explicaciones. Helena mentó la condición de mujer de su madre; algo absurdo, obvio. Luego, sin embargo, pasó a describirla igual que a una madrastra: sacando a colación su edad, sus kilos… Para restarle importancia, supongo. “¿Y yo?”, pregunté. “Tú, no sé”, dijo ella. Y entonces dijo también que no tenía por qué. Y ya no dijo nada más hasta el mediodía. A mediodía dijo: “no tienes por qué”. Y entonces yo le dije “ya veremos”, sólo “ya veremos”. Puede que dando por sentado que nunca más, o que alguna otra vez quizá, o que al fin y al cabo no tenía importancia, por su edad, por sus kilos…
Aquel día era tres de julio y la visita de su madre duraba hasta el dieciocho. Quince días con la mitad de las tardes libres, por el curso de reflexología que Helena no estaba dispuesta a dejar correr por más que su madre estuviera en casa. “Se lo he avisado. Y tú haz lo que te venga en gana. No te sientas responsable. Te metes en tu estudio o te vas. Lo que tú prefieras”.
Estas cosas son las que matan a Helena: la seguridad insensata con la que se mueve por el mundo; la creencia de que cada una de sus acciones cuenta con una receptividad absoluta, sin fisuras; y que, en lo que respecta a mí, igual se la da la posesión de dos tetas duras y de un culo formidable. Aunque me cuesta pensar que Helena no caiga en la cuenta de que con apenas treinta y cuatro años la dureza de los pechos y la firmeza del trasero se sobreentienden, como el valor en el ejército.
Sea como fuera, en cuanto Helena se colocó esa especie de disfraz vikingo y descendió los siete peldaños de la escalinata del porche, batiendo su mano derecha abierta a modo de adiós, yo recordé de pronto la coincidencia en el clímax de la tarde anterior y entré en faena.
—Manola, ¿vamos a la piscina?
—No, mejor fuera —dijo, desabrochándose de seguido el sostén.
De nuevo glorioso. De nuevo a la par. De nuevo suave, venciendo poco a poco el peso de mi cuerpo sobre su cuerpo. Y de nuevo el envite de sus manos sobre mi trasero, exigiendo más arrojo, más energía al final.

Cuando Helena apareció por casa no quedaba ni rastro de ese encuentro. Sin decírnoslo, ambos, su madre y yo, creo que habíamos planeado lo mismo.
Ella preparó la cena (ensalada de col, langostinos con mahonesa y coctel de frutas) y yo puse la mesa. Nos mostramos especialmente atentos. Yo le pregunté qué era exactamente eso de la reflexología. Y su madre, toda vez que terminó la exposición, igual diez o quince minutos más tarde, le insistió en que continuara profundizando en ese campo, alabando los tratamientos alternativos frente a la medicina tradicional, etcétera, etcétera. Hacia las doce, imagino que harta de hablar y con cierto entusiasmo por la receptividad, me pidió que fuéramos a la cama. Entonces le hice una seña con el dedo, dirigiéndolo a su madre, y le guiñé un ojo. Y ella puso cara fastidiosa. Pero acabó soltándole un beso al aire, devolviéndome el guiño y diciéndonos buenas noches.
—Buenas noches —dijo su madre, fingiendo volver de un leve vahído de sueño.
Aquella segunda vez fue mejor que la de la tarde. Lo hicimos en su cama, en la habitación de invitados. Y el acto de la penetración llegó al cabo de un buen rato de besos y caricias. Acabamos armando mucho ruido: jadeos, gemidos y palabras inconexas, ya se sabe —y juntos, claro—. Y riéndonos por ello, presuponiendo que su hija se habría desvelado y prendido la luz del cuarto, con cierto susto primero y con cierto asombro después.

—Lo de anoche no me gustó. Tienes toda la tarde para hacerle el favor. No conoces a mi madre. Pero puede que ahora esté pensando que la prefieres a ella antes que a mí —me dijo Helena, nada más poner los pies en el suelo, a la mañana siguiente.
—¿Cómo va a ser eso? ¡Es vieja! ¡Y gorda!
—¿Y qué? Vieja, pero con ganas de marcha. Ya la has visto.
—Venga, venga.
—No. Va en serio —dice frunciendo el ceño, jugando a parecer enfadada.
—¿Te lo pidió ella?
—¿El qué?
—Que le buscaras un apaño.
—¡Pues claro! ¿Cómo si no iba a pedírtelo?
—¿Y cómo fue?
—Me dijo que si conocía algún amigo para… (Se sonroja) Bueno, para eso. Y yo al principio le dije que sí por quitármela de encima, por no seguir hablando con ella sobre ese asunto. Pero en cuanto vino me lo recordó. Y yo me empecé a morir de la vergüenza, pensando en qué amigo podría aceptar acostarse con una vieja que además es mi madre. ¿No me entiendes? Y fue cuando recaí en ti. No sé —piensa. Hace una leve pausa—. Dicho así, parece que te estoy haciendo de menos. Y es lo contrario. No existe nadie en quien confíe tanto como en ti. Es por eso. ¿Lo entiendes, verdad?
—Claro. Claro.
—¿Claro, claro?
—¡Qué sí, Helena, qué sí! ¡Va en serio! —la tomo con mis manos por sus brazos con la fuerza justa que pienso que puede trasmitirle cariño y comprensión. Luego le digo— Lo extraño es la parte que atañe a tu madre: su petición, ya me entiendes. Tú has obrado bien. Yo mismo me habría sentido incómodo escuchando como Nicolás o Román o San Juan le petan el culo en la habitación de invitados.
—¡Jorge! —exclama, zafándose de mi atadura.
—Perdona.
—No. Tranquilo. Perdóname tú a mí ¿Estás enfadado?
—No. Claro que no.
—¿De verdad? —me pregunta, regresando a las cercanías de mi cuerpo.
—De verdad —le digo, tomando su rostro entre mis manos y paseándole las yemas de los pulgares por las mejillas.
—Está bien —me dice ella, procurando que el beso que me da no dure menos de cuatro o cinco segundos.

Me enfadé un poco con su madre. Para qué negarlo. Porque en algún momento —es más, puede que en todo momento— pensé que su obcecación por recobrar su actividad sexual se debía a mí. Es decir, a una atracción fortísima hacia mi persona, ya fuera física, mental o ambas al unísono. Y rehacerme con esa verdad, que me colocaba en el mismo escalafón que Nicolás, Román o San Juan, me agrió el día. De hecho, por la tarde, cuando Helena batió con entusiasmo su mano abierta, a modo de adiós, conforme bajaba los peldaños de la escalinata del porche, no le propuse a su madre que nos diéramos un baño. Hice lo que me vino en gana y me metí en mi estudio.
Claro que esas ganas de nada venían escoltadas por un estúpido amor propio. Y en cuanto su madre hizo girar la manivela de la puerta y me insinuó amor a dúo, de un tipo parecido, cuanto menos, al de los dos días anteriores, esos recelos y ese orgullo se esfumaron. Y follamos ahí mismo, sobre el diván de lectura, obteniendo un resultado, si cabe, todavía más satisfactorio, juntos por cuarta o quinta ocasión. Y entonces me realicé una sola pregunta muda: ¿por qué iba a venir desde su lugar de origen, a hacernos una visita, conmigo en su cabeza? Eso compondría una depravación y una actitud más que desconsiderada hacia su hija. Y ella no es así. Ella es ardiente. Está en pleno derecho de serlo. Y yo puedo darme con un canto en los dientes por tener una mujer tan preocupada por “el qué dirán” y tan confiada en mí.
Después de ese encuentro no quise dejar cabos sueltos y le expuse un plan parecido al de la noche anterior. Y así obramos: cuando Helena se hartó de hablar, me dijo que nos fuéramos a la cama y yo le hice una seña con el dedo, dirigiéndolo hacia su madre, que en esta ocasión no tenía que fingir un vahído de sueño, sino todo lo contrario, debía estar atenta al juego, para que su hija, por mera vergüenza o caridad cristiana, no se sintiera con ánimo para decir ni mu. Tal y cómo sucedió.
Helena se fue a nuestro cuarto. Ella y yo al de invitados. Follamos. Y al terminar (juntos de nuevo), me negué en redondo a abandonar la cama.
—Venga. No seas tonto. Se va a enfadar.
—Que no.
—¡Ay! Qué tonto. Ésta y no más. ¿Vale?
—Vale.

A la mañana siguiente, tal y como era de esperar, Helena me recibió echando humo. Y le hablé claro. Le dije lo que pasaba: me gustaba su madre. Y me gustaba mucho, más de la cuenta, lo mismo o más que ella al principio. Y su madre estaba sola. Y era libre. Y ambos, Helena y yo, veníamos de romper con otras personas. Sabíamos en qué consistía eso, cuando alguien te gusta y resuelve en un imposible persistir en el intento de hacer como si nada y continuar viviendo en una historia anterior, que no te permite acostarte, dormir y levantarte de la cama junto a la persona a la que se ama. “¿Qué más puedo decirte?”, le dije también, para concluir mi alegato.
—Tú no sabes lo que estás diciendo. Mi madre no sería capaz.
—Ella no. Pero yo sí.  
—Pensémoslo —me pidió, sin recibir ni el más mínimo gesto como respuesta de mi parte—. Déjame pensarlo, al menos —acabó diciendo pues.

Desaparecieron las dos durante casi tres días enteros. Sin decirme dónde iban. Y sin decirme de dónde venían, cuando regresaron.
No parecían disgustadas ni entre ellas ni conmigo. Me invitaron a sentarme en la mesa de fuera. Tomarían una ducha y prepararían la cena. Media hora o tres cuartos, a lo sumo.
Después, entre pincho y pincho, Helena me contó el acuerdo al que habían llegado: me repartirían equitativamente, una noche en cada alcoba. Y yo dije que no. “¿No?”, me preguntó Helena. Y yo insistí en que no. Diciendo sólo eso: no. “¿No?”, me preguntó entonces su madre. Y yo seguí erre que erre, repitiendo que no. Hasta que la vieja me agarró con fuerza las falanges de los dedos de mi mano derecha, convidándome a que la mirara a los ojos. Y entonces repitió “¿No?”. Y yo le respondí: sí, sí, sí, sí, sí…

Luego Manola se levantó y me dejó a solas con Helena. Y Helena me pidió que nos fuéramos a la cama. Y aquí estoy, una noche sí y una noche no, cumpliendo mi parte del acuerdo: lamiendo y mordisqueando dos pechos duros, que no saben de leyes de gravedad y se mantienen firmes, a pesar de mis duras embestidas, y agarrando con fiereza uno de esos culos a los que se les puede llamar “pompis”. La locura. 

jueves, 15 de septiembre de 2016

La mujer barbuda

No te quieres morir y estás muerta. Sin necesidad de arrancarte las huellas de las yemas de los dedos ni desfigurarte las facciones más características del rostro. Como antes: igual que los maquis y los bandoleros.
Un elefante viejo se hace el distraído, se queda atrás y resuelve cambiar de rumbo, separarse del resto de la manada; y llega a un cementerio mágico, en donde sólo hay esqueletos de otros elefantes y un río de aguas cristalinas, montañas, árboles y cielo. Eres un elefante, que tras muchas incursiones ha encontrado su sitio. Así te presentas, sin que nadie te pregunte; porque no existe nadie, sólo casas en ruinas, esqueletos, la huella silenciosa de gente que, en algún momento, permaneció viva aquí, en este lugar, en tu cementerio.
Te resistes a permanecer callada, a perder la costumbre de comunicarte. Y empiezas a hablar contigo. Pronto asumes tu problema, el motivo de tu huida. No eres idiota. Nunca lo has sido. Tienes barba. No eres atractiva. El mundo no te percibe atractiva. Y es al mundo a quien le compete dilucidar ese tipo de cosas. Y, ante eso, no has encontrado mejor salida que marcharte a un sitio que forma parte del mundo, pero en el que no hay nadie, salvo tú.
Una noche te despiertas sobresaltada. Te ha venido una idea. No eres la única persona fea en el mundo. Y este lugar, tu cementerio, cuenta con muchas otras casas en ruinas; otra gente puede venir y reconstruirlas; gente con una nariz a punto de rozarle la barbilla, gente con los ojos extraviados y con una única ceja; gente con un solo ojo, con una sola oreja, o con la boca torcida; gente fea.
Te decides a poner un anuncio. En él declaras que eres un elefante, un elefante vivo, que ha encontrado el cementerio de los elefantes muertos; ese enclave misterioso, de leyenda. Describes minuciosamente las puestas de sol, los amaneceres, el ruido del viendo, del agua, el de las aves; y el silencio de las montañas, de los caminos y el del candil y el sillón y el fuego. Incluso tomas y publicas instantáneas del valle, de la colina en donde se alzan las casas, de las ventanas de madera, a falta de cristales y de un tejado. Al final, sólo al final, explicitas que la única condición que impones, a quienes deseen recibir una copia de tu mapa, es que deben tratarse de personas feas.
Al cabo de un par de días recibes cientos de peticiones. Todas contienen una foto; tu exigencia. Es entonces cuando cometes tu primer fallo; no lees los mensajes, vas directa al archivo adjunto y, a partir de la imagen que ves, haces la selección. Te conviertes en la juez de tu mundo: tú decides; y lo haces usando los mismos criterios que provocaron tu huida. Otra noche, también de madrugada, vuelves a desvelarte y caes en esa cuenta, en tu propia injusticia. Das marcha atrás; destruyes las carpetas y comienzas de nuevo a abrir los correos.
Algunas de las razones de quienes quieren irse a vivir contigo te resultan maravillosas, te conmueven. Lástima que en ciertas ocasiones el aspecto de la fotografía no acompañe; no son lo suficientemente feos; no te valen.
Al final, después de darle infinidad de vueltas, te decantas por diez candidatos. Son muy feos, tanto como tú, otros elefantes; y sus razones te convencen: son tan maravillosas como las de la gente guapa que te viste obligada a rechazar por ese motivo, sólo por ese motivo.
Aun así, crees que debes responder a todos los que han mostrado interés en llegar a ti, a tu sitio. Y comienzan los problemas. La gente no entiende que seas tan elitista. Dicen que ellos no tuvieron elección, que nacieron así, que es cuestión de genética, que el hecho en sí les sugiere la irrupción de un nuevo holocausto; y te proclaman que nada les gustaría más que despertarse al día siguiente siendo feos, si ello les permite habitar en tu paraíso. Algunos incluso te proponen sacarse un ojo, o rajarse de arriba abajo la cara, o cortarse las dos orejas. Alguno, incluso, lo lleva a cabo y te envía una fotografía con su nueva imagen: espantosa, mucho peor que la tuya.
Llevan razón. Así lo sientes. Te has vuelto a equivocar. Estás completamente segura de ello y vuelves a echar marcha atrás. Frenas todo el asunto. Necesitas pensar. Y te das unos días.
El candil, el sillón y el fuego y, sobre todo, el ordenador te han mantenido demasiado sujeta. Sales de tu casa reconstruida, al exterior de tu cementerio. Encuentras irrepetibles los horizontes, las nubes bajas que abrazan a las montañas del fondo, el tapiz que forman los árboles en las laderas, el río, siempre susurrante, siempre ahí, corriendo y sin marcharse a ningún sitio. No puedes ser tan egoísta. No puede ser para ti sola, ni para quien tú elijas —piensas—. Y en un impulso, entras de nuevo en la casa, te sientas frente al ordenador y colocas un nuevo anuncio con la dirección exacta del paraíso, archivando de esa manera todas tus exigencias anteriores y cometiendo el que será tu segundo y definitivo fallo. Ya no habrá tiempo ni oportunidad para otro.
A las pocas horas ya no caben más coches en la era y los que llegan después se ven obligados a aparcar en las anchuras del carril. Hay de todo: gente inmaculadamente fea, lo que tú ansiabas al principio; gente de aspecto insulso, que no llaman la atención por nada; gente atractiva, a veces sólo por su forma de moverse o de mirar; gente guapa, muy guapa; y gente que sólo pasa a echar un vistazo, con el perro, los niños y la fiambrera. Todos coinciden en lo mismo: se trata del lugar más increíble nunca visto.
El resto de la historia es de sobra conocida:  un promotor inmobiliario logra que recalifiquen como urbanizables unos terrenos anexos a la pequeña aldea, justo donde tú planificabas  plantar hortalizas y tubérculos para que la economía fuera sostenible y en los que ahora se levantan varias hileras de pequeños chalets pareados; un tipo con don de gentes, que se hace con la presidencia de la comunidad, y que no soporta el calor, ni las piedras del río y que se topa con un espacio ideal en donde hacer un gran hoyo para la construcción de una piscina enorme, para todo el vecindario, sin distinciones, para que no se pierda la matriz alternativa y solidaria de tan singular sitio; y el niño, el maldito niño que se las da de gracioso y advierte el vello de tu cara y decide ponerte el sobrenombre de “La mujer barbuda”. El mundo.