martes, 23 de agosto de 2016

El regalo

Nos encontramos en el garaje de una casa de campo, celebrando mi vigésimo primer cumpleaños. Ya hace rato que estamos borrachos y que el sol se ha puesto. Entonces alguien apaga la música, avisa de que es la hora y tira de un trapo que cubre la pared del fondo.
El regalo sale del interior de una tarta de mentira. Se trata de una chica rubia, de aproximadamente metro sesenta, muy pechugona y vestida únicamente con una braga de lentejuelas.
En ese momento, el resto de asistentes incrementan la intensidad de sus palmadas y el volumen de su vocerío. A mí, sin embargo, se me quitan las ganas de aplaudir y se me refrena la risa. Y de pronto siento una fuerte opresión en el pecho. Y acto seguido un pinchazo. No tardo un segundo en caer muerto al suelo.

En el cielo, un ángel que está al tanto de lo sucedido, se mofa. Y lo hace a diario, cada mañana, durante el recuento. A la segunda semana me resulta insoportable y me abalanzo sobre él. Al poco, aparece Dios, que nos lee la cartilla, abofetea delante de todos al ser alado y me manda al infierno.
En el infierno, debido a las altas temperaturas, mi piel se enrojece y se cubre de ampollas. Pruebo distintas cremas y hasta con un traje de neopreno. Pero el curso de las heridas no remite. Y algunas, incluso se me infectan. El Demonio, sobrepasado, me devuelve a la tierra.

Veo la luz en el seno de una familia de clase media. Mi nuevo padre sufre dolores de espalda, debido a la labor que desempeña en una empresa de cincado. Mi madre anda cerca de la edad de la menopausia y le sobreviene una depresión postparto. Un día, al poco de abandonar el hospital, mi abuela le pide que le explique en qué consiste esa clase de abatimiento, una pregunta que va a traer consigo la ingesta ininterrumpida de Orfidal y de Prozac, por parte de su hija, mi madre, que ya no cesará nunca de repetir que nadie le ayuda y que nadie la entiende.
Pese a todo, cuento con una infancia feliz, en la que no faltan los triciclos, las bicicletas, las consolas, y dos viajes de fin de curso.
Tras mi vigésimo cumpleaños, sin saber cómo, recuerdo el funesto incidente con la chica rubia, de aproximadamente metro sesenta. Tengo suerte: a mi memoria sólo acude ese instante y la chica; el resto: mis otros padres, mis otros amigos y demás, continúan impertérritos en el olvido, hecho que me libra de caer en las odiosas comparaciones.   
Ese año lo gasto en salvar mi vida. No quiero volver a recibir ese regalo por sorpresa: descubrirme aterrado frente a la rubia pechugona, y sentir la presión y el pinchazo, y caer muerto al suelo.
No ceso de buscarla hasta dar con ella. Claro, el encuentro se produce en un bar de striptease, al que acudo a diario a presenciar su número, hasta que me siento acostumbrado a las formas de su cuerpo y estoy seguro de que no va a ser capaz de provocarme un fallo cardiaco.
Lo malo es que cuando llega la hora en el garaje de la casa de campo y alguien decide que ya estamos lo suficientemente borrachos y tira del trapo que cubre la pared del fondo y de la tarta de mentira sale la chica rubia, vestida sólo con la braga de lentejuelas, mis ganas de reír y de aplaudir son nulas. Y lo hago más que nada por no levantar sospechas.   
En esta nueva vida muero a los setenta y tres años, otra vez a causa de un infarto, producido por el alcohol, el tabaco y la mala alimentación.
En el cielo vuelvo a llegar a las manos con el ángel, que no se ha olvidado y que no ha dejado de recordármelo. Y Dios vuelve a mandarme al infierno. Y el demonio, precavido, a la tierra.

Esta vez nazco en una familia de clase alta. Mi padre pasa mucho tiempo fuera, debido a su profesión. Para mi madre soy su capricho y la principal razón de su existencia. Además de los triciclos, de las bicicletas, de las consolas y de los dos viajes de fin de curso, tengo una moto de agua y otra de carretera, y un descapotable a los dieciocho, y hablo y escribo correctamente tres idiomas, y comienzo mis estudios universitarios en el extranjero.
En mi vigésimo aniversario vuelvo a recordar la escena del garaje. Pero en esta ocasión no me hace falta acudir al bar de striptease a diario, para acostumbrarme al numerito de la rubia pechugona. Simplemente, me guardo para mí ese próximo fututo y me limito a fingir al año siguiente, cuando alguien decide apagar la música y correr el trapo que cubre la pared del fondo.

Muero a los ochenta y un años, sin haber probado el tabaco, ni el alcohol, e ingiriendo siempre alimentos sanos: pescados azules y carnes blancas a la plancha, verdura hervida y fruta, primordialmente. La causa de mi deceso es un accidente automovilístico: mi principal pasión en esta vida.
En el cielo, ídem (el ángel “porculero”, mi exasperación, una pelea y la determinación de Dios). Y en el infierno, también.

Renazco en África. Mi madre es una afamada bióloga que está realizando un estudio de los gorilas. Y yo soy el fruto de una relación sexual de una noche con un nativo. Al pronto no caigo, pero cuando muero a los noventa años a causa de un atropello, sin ningún entusiasmo por las rubias, sin fumar, ni beber, ni comer grasas, y trasladándome a pie a cualquier parte del planeta, me doy cuenta de que la tonalidad obscura de mi piel puede servirme para mi estancia en el infierno. De modo que al ángel del cielo no le consiento lo más mínimo, y en cuanto me topo con él le propino un gancho de izquierda.
Todavía así, me cuesta convencer al Demonio. Dice que no quiere problemas y que me regala otra vida. Después de mucho insistirle, consigo que me permita entrar, ataviado con el traje de neopreno.
Ni dos días duro allí. Las ampollas dan paso a las llagas. Y las llagas a mi expulsión.

En la siguiente vida, la última, muero a los cien, de aburrimiento. Y en el cielo, armado con un machete, mato a Dios.