Tenía un amigo que
se quedó medio ciego. Y no uso el verbo en tiempo pasado porque él haya muerto —él
sólo se quedó medio ciego—. Lo hago porque yo dejé de verle.
No fue de pronto ni
puedo ubicar un desencuentro matriz a partir del cual se ha precipitado un
después. El descampado en el que coexistimos lo ha conformado una enfermedad
maestra: La opacidad de mi alma. Un mal endémico con el que uno cree estar
asesinando bajo el auspicio de la razón en su estado más puro, cuando en realidad
lo único que provoca es la muerte en
vida de la persona que la padece.
Antes de que mi
amigo sufriera su accidente, él y yo éramos inseparables. Luego, cuando sus
ojos heridos dejaron de obedecer las señales de su cerebro y sólo le reportaban
el cuarenta por ciento de lo que yo veía, los motivos que hasta entonces habían
propiciado nuestros encuentros se fueron deshuesando como un animal muerto en
la intemperie.
Dejé de verle.
Dejamos de ser inseparable. Y lo peor, para mi cerebro ruin y miope, también
dejamos de ser iguales.
Deshinché el
significado de la palabra amigo. Lo embutí en una tripa en la que únicamente
cabían mis necesidades. Y ni siquiera lo hice con la debida precaución. Nada
más lejos. Ejecuté semejante acto de egoísmo de la manera más torpe; inmerso
por entero en un síncope de imbecilidad, sólo reparé en las prestaciones más
holgazanas que ofrece un compañero, olvidándome de la más rica e importante: Su
compaña, su simple, mansa —o combativa, si la ocasión así lo requiere—, leal y
perenne compaña.
Años más tarde me
caí de una repisa. Un absurdo; trataba de alcanzar la zona más alta de un techo
abuhardillado y la escalera de mano no me lo permitía. De modo que, obviando
cualquier formulación física relacionada con la resistencia de un elemento a
distintos pesos, me serví de un estante de madera para poder colocar el
alógeno, origen de todo el asunto. Y cedió… El estante cedió…
Por causas muy
parecidas a las de mi amigo, he tenido que abandonar el equipo de fútbol en el
que antaño ambos formábamos la pareja atacante en el partido de los martes. A
Luis, el que ha sido mi nuevo contrincante al tenis desde que mi amigo dejó de
ver la pelota, no me ha hecho falta decirle nada. Ha pasado por casa en varias
ocasiones, y conociendo mi estado he creído que sobraban las palabras.
Esta mañana he
recibido un mail de mi amigo, el que se quedó medio ciego. Traía un archivo
adjunto, que ha resultado ser un manual de ajedrez, y una pregunta: ¿Blancas o
negras?
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