A nuestra provincia, la prosperidad
llegaba en verano, montada en coches grandes. Salía de Cataluña, Madrid o
Valencia cargada de añoranza, a mirarse en un espejo que le permitía
descubrirse con algunos años menos, pero también con muchos menos posibles y, a
priori, con exiguas posibilidades de progreso. Llenaba las terrazas de los
bares, dotándolas de algarabía y de solemnes y sublimes reencuentros; luego
prometía dejarse caer en navidad o en cualquier otro puente próximo; abrazaba
lo indecible a los abuelos y a los tíos y a los primos que nos quedábamos aquí,
y se iba para continuar trabajando, a seguir prosperando, en el mismo coche
grande, colmada de antídotos contra la nostalgia (en forma de embutidos y
aceite). Lo hacía con la idea de volver algún día para quedarse; hasta que el
nacimiento y el matrimonio de sus hijos, y el nacimiento de los hijos de éstos,
le obligaba a doblegar esa querencia, a cambiar la patria del corazón por la patria
que teje la sangre.
Hoy esa prosperidad ha muerto. Y quienes
la representaban vuelven en ambulancia y con la frente marchita. Les
prometieron que el trabajo duro y el esfuerzo de separarse de sus familias y de
su pueblo tendrían recompensa. Nos prometieron que en las tripas de las grandes
urbes yacía el dorado: una vida más mansa, con espacio y oportunidades para
todos. Una vida posible: con ocho horas de fábrica, y médico, y escuela, y
universidades, y más trabajo…
Existe en la sierra de Segura un museo
que rememora la vida y oficios de antaño, el Museo del Alma Serrana. Cuando uno
lo visita, no tarda en darse cuenta de lo ardua que era, años atrás, la mera
tarea de vivir. Y, sin embargo, ahora resulta inevitable preguntarse si erramos
no tratando de progresar en nuestros lugares de origen, valiéndonos de nuestra
sapiencia y de nuestras posibilidades.
Estamos en agosto. En las terrazas nos
abrazamos los que decidimos permanecer aquí y los que llegan a pasar el verano;
a ambos nos sobra perjurar que nos hemos echado de menos. Ellos se van; no les
queda más remedio: la crisis no ha dejado un palmo de tierra sin veneno. Sólo
espero que los que nos quedamos, los que aún no nos hemos ido, hayamos
aprendido que no debemos aceptar la golosina de cualquier pendejo.
(Publicado en el Diario Jaén el 15 de agosto)
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