Tengo una lata de
conserva llena de agua y dentro dos peces que se alimentan de los mosquitos y
de las moscas que se acercan a beber o a olfatear (en realidad, no sé a qué se
acercan). Y tengo una vieja canción de amor que canto sólo con el bordón de la
guitarra. Pero no tengo amor. Y a veces me puede la desesperanza y golpeo con
el pie la lata, hasta que logro que se voltee y que se derrame el agua.
Entonces, fuera de sí, asido al padecimiento de sus últimos coletazos, veo a
los peces asfixiarse en el suelo y como son devorados por las moscas y los
mosquitos.
La lata siempre es la
misma. Y los peces que repongo al día siguiente de poderme la desesperación
adoptan los mismos nombres que los muertos —el tuyo y el mío—. Y estoy seguro
de que algunas de las moscas y de los mosquitos que se acercan a beber o a
olfatear han aprendido a sortear los ataques de los peces y vienen
alimentándose de ellos desde la noche que te fuiste y abrí la lata para cenar
algo.
¿Te das cuenta? Esos
insectos guardan en sus pequeñas panzas el futuro que tú rompiste. Y ello me
impide usar insecticida; porque me da pena y porque, probablemente, estaré
aquejado de cualquier mal en la cabeza. Vete tú a saber cuál. A mí poco me
importa.
¿Y sabes lo mejor? Las
moscas y los mosquitos que se salvan del ataque de los peces y que luego,
cuando me puede la desesperanza, dan buena cuenta de ellos, se aparean, y su
número crece sin cesar. Y la única manera que hallo de contrarrestar su
invasión es tragándomelos. De modo que mi gran panza también está llena de los
días y las noches que tú rompiste. Por eso, aunque haya pasado mucho tiempo,
está todo muy vivo. Y puedo demostrártelo; basta con que alguna vez aceptes mi
invitación a cenar y me permitas vomitar en tu plato.
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