Detrás de un vaso,
en un lupanar de poca monta. Ahí será donde se tope con la hora suprema.
Exhalando su última bocanada de aire negando la mayor, profiriendo su completo
desapego y desaprobación a ese mundo, con la voz y el ánimo hinchados. De nuevo
hiriente, hipócrita. Y de nuevo la meretriz condenada a escucharle, por sólo
una copa, no le quitará la razón. Le resbala cuánto diga. Sorbe a poquito su
combinado, ayudándose con una pajita, con los ojos vueltos del revés, mirándose
a sí misma en una situación tragicómica, indómita, que la resuelve a ella como
la mayor puta de esos contornos y a él como a un minúsculo placebo que acaso franquea
semejante sitio a prestar compaña.
Tendrá que pasar un
buen rato hasta que el barman se haga cargo de su cadáver. No es raro que se
quede vencido sobre la barra. Nada raro. Luego, ya en la hora de cierre, le
atusará el pelo, pidiéndole que despierte. Y viendo que no, él y uno de los
gorilas le sacarán del antro por la puerta de atrás.
El sol que desata el
nuevo día es poderoso. Alguien tendrá que darse prisa en encontrarlo. De lo
contrario, su cuerpo blanquecino, todavía clemente, romperá a sudar por dentro,
pudriendo el aire. Todo el aire del mundo.
Por fin me llaman y
me cuentan. Permanezco mudo, impertérrito. Ni siquiera pestañeo. Al otro lado
del aparato una voz solemne termina diciendo “lo siento”. No sabe. No nos
conoce. No merece la pena explicarle. Seguro que durante esa misma mañana ya ha
efectuado varias llamadas similares. Es su trabajo. Su maldito trabajo. Y sin
embargo, justo un instante antes de que cuelgue, le confieso que me alegra la
noticia. Entonces no pregunta. Sabe que no es su trabajo, que no es asunto
suyo. Y después de unos segundos de mutuo silencio se limita a relatarme lo
mismo y de la misma manera, para que no quepa duda de que me doy por enterado.
Luego dice adiós y cuelga.
En las paredes de mi
casa hay decenas de viejos retratos de mamá. En ninguno de ellos la reconozco.
Se fue joven. En cuanto me tuvo. Su madre siempre me decía que al mar, a algún
rincón cercano a la bocana del puerto, desde donde no le resultara difícil
vernos. Yo siempre supe que se había ido al fondo. Lejos, muy lejos. Lo más
lejos que pudo, aunque yo permaneciera allí, aterrado de miedo. Porque el miedo
envilece a las personas. Y ella pasó miedo, mucho miedo.
Lloro en cuanto la
miro. Extraño; no soy capaz de recordarla y apenas alcanzo a sentirla, pero mis
lágrimas de ahora vienen más por ella que por mí. Y entonces, de repente, me
arremolino entorno a una ensoñación que me permite descubrirla flotando no muy
lejos, justo en donde las olas aminoran su virulencia.
Está muerta, me digo
para salir de ese trance imposible. Muerta, muerta, muerta, repito hasta
colmarme de convencimiento.
Marta me pregunta
qué pasa. Me conoce bien y sabe que no es frecuente adivinar mis ojos húmedos,
la tez de mi rostro pálida y mi mirada ausente. Le explico. Atiende. Me deja
solo un rato. Regresa y detalla su parecer. La escucho. No digo nada. Insiste.
Y sólo al final, muy al final, termina claudicando. No entiende que un hijo
reniegue de su padre hasta el punto de no acudir a su sepelio. Sabe muchas
cosas. No todas, pero sí demasiadas. Y aún así no entiende. A veces me gustaría
revelarle que el paso del tiempo no es completamente uniforme, que existen
partes que comienzan retrasándose y que se acaban quedando enclavadas en lo más
profundo del estómago, purgando sin descanso en aras de una escapatoria que por
ahí resulta imposible. Pero para hablarle de eso antes tendría que confesarle
que hay gente en el mundo endemoniadamente mala; gente de carne y hueso, que
anda muy cerda. Demasiado.
Por la noche no
duermo. Me sorprende que todo haya ocurrido en mi propia ciudad, no muy lejos
del barrio en el que habito, a sólo unas manzanas de mi lugar de trabajo. Me
pregunto si no nos habremos cruzado en alguna ocasión, y, en tal caso, si habrá
sido capaz de reconocerme. Yo hace años que lo desdibujé en mi memoria. Una mañana
cerré los ojos y exageré sus facciones hasta transformarlo en un monstruo
inhumano. Después los abrí y ya no quedaba ni rastro de su pelo negro
brillante, ni de su piel blanquecina brillante, ni de sus manos carnosas y
brillantes; ya no tenía barba de dos o tres días, ni vestía con ropa oscura y
parduzca. Había adoptado formas extrañas: grandes orejas, el cabello
cubriéndole la cara, las manos huesudas, también muy grandes. Un ser mucho más
terrorífico que el original, pero imposible, fantasioso, ajeno a este planeta y
a su órbita y a su galaxia.
A Marta le dije la
verdad y le advertí que no deseaba escuchar ninguna otra propuesta. No deseaba
su compaña. No en ese momento.
El mortuorio era tal
y como habría imaginado, si alguna vez me hubiera propuesto hacerlo: blanco,
limpio, hermético, frio. Lo mismo que el señor al que desperté. Llevó a cabo el
ejercicio de todos sus movimientos con desgana, con desagrado, con mucha cara
de sueño, con mucho fastidio. Cuando abrió la puerta de la nevera, tiró de la
camilla y descorrió la sábana, enfatizó aún más las muecas de su rostro. Aquí
tienes, no es más que un muerto, un trozo de carne muerta, un cadáver que nadie
ha requerido y que por tanto se encuentra aquí, en un sitio sin alma, sin
lágrimas, sin pena, pareció querer decirme.
Vuelva a cubrirlo y
déjeme solo.´
Es más pequeño de lo
que recordaba. No es más alto que yo. En sus extremidades inferiores la sábana
sólo forma un montículo. En un acto reflejo palpo. Le falta un pie. Retiro
rápido mi mano. Está ahí abajo y sé que las grandes orejas, el pelo largo atesorando
su rostro y las manos huesudas han regresado al mundo de las invenciones. Ahí
abajo está el monstruo del pelo negro y brillante y de piel blanquecina y
brillante: mi padre. Descubro su pie, su muñón a mitad de la pantorrilla, sus
muslos flacos, su sexo muerto, su vientre henchido, su cara, su misma mala cara
de siempre, sus ojos por fin muertos.
Podría haberle
reconocido. Podría haberlo hecho.
En el puerto,
auspiciado por las luces de los primeros barcos que atraviesan su bocana, tras
una noche faenando, puedo verla.
Duerme, mamá. Es él.
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