El tabaco y el
encendedor en el bolsillo delantero de la camisa de fuerza. Ninguna lo lleva, ni ahí ni en ninguna otra
parte. Es obvio. Lo contrario acaso conforma un sarcasmo, como ese cartelito de
“prohibido fumar” en la ambulancia que traslada a Marisa Paredes en Tacones
lejanos. A la mía se lo han cosido para procurarme desesperación.
Todo medido al
milímetro…
Con el mentón, una vez
que estiro y encorvo el cuello y la espalda lo imposible, logro acariciar la
ruedecilla del mechero y las boquillas del par de cigarrillos que asoman por la
apertura del paquete. Entonces arqueo los hombros, consiguiendo que se dilate
el espacio entre cada una de mis vértebras. En ese momento se hace añicos la
caricia de antes; ya puedo golpear con cierta soltura lo que ansío; y trato de
presionar hacia afuera, y de que ese ejercicio malabar me permita, en una
milésima de segundo, retraer la mandíbula en el instante preciso y atrapar
entre los dientes los objetos de mi deseo. Ambos al unísono, claro.
Venzo en el intento
ciento cincuenta y tres. ¿Y ahora qué?
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