Mi madre a veces me
pide que me emborrache. Dice que no salga si no quiero; pero que beba, que tome
algo.
Por eso en casa nunca
falta una botella sobre el aparador, junto al mechero del abuelo: nuestra
reliquia. Y creo que por si acaso me da por beber de verdad, por beber mucho,
más de la cuenta, hasta perder el sentido o el control de las emociones, mi
madre guarda otra en algún altillo de la cocina, o en el despensero, o en su
armario.
Cuando consigue que le
eche un sorbo al café, coloca una copa al lado de la taza, dando por supuesto
que después del carajillo tomaré tres, cuatro o cinco tragos más, hasta que se
me escapan las lágrimas con los ojos muy abiertos y la cabeza muy alta, con los
dos codos sobre la mesa y las manos entrelazadas, tocando el suelo sólo con la
punta de los pies y golpeando sin descanso los talones. Y antes de que sorba
los restos y me levante para marcharme a mi habitación, me dice que pruebe con
otra; y yo, que estoy contigo, acordándome de ti, no pienso que se refiere a
otra que no seas tú; y para dejarla contenta y porque ya nada me parece que me
vaya a hacer más mal, me sirvo la última; la miro, la sonrío, le tomo durante
un segundo una de las manos y me sirvo la última.
Es verdad que a veces,
cuando bebo, la mediana de la autopista no se cuela en mi mente como el peor de
los sitios del mundo. Se produce un avance, como un claro en mitad de una
tormenta, o como el avistamiento de una luz muy profunda y brillante en el centro
de un universo negro, que viene hacia mí a doscientos kilómetros por hora, a la
misma velocidad a la que viajábamos nosotros el día en el que a nuestro
universo se le fundió la luz; y entonces, con esa última copa o incluso ya con
la anterior, lloro por tu ausencia, sin percibir que mi presencia, mi
supervivencia, el puto hecho de haber sobrevivido a ti, es aún más importante o
más terrible que tu falta completa, irreparable.
Me molesta estar vivo,
clemente en un mundo en el que tú ya no estás. Por eso cuando revivo el
accidente paso de largo por tu cara desencajada, con sangre en el labio, en la
frente, en el oído, con sangre en todas partes; y por eso apenas me detengo en
el coche ardiendo, en tu falta de auxilio, en la explosión, en tus ojos huidos,
muertos. Todo eso lo rebobino rápido, a la velocidad de un rayo, a doscientos
kilómetros por hora, a la velocidad a la que viajábamos cuando un rayo partió
nuestro universo. Y sólo pulso el botón de la pausa conmigo a salvo en la
mediana, mirando como ardes, como te vas y como me quedo yo aquí, aunque tú
estés ardiendo, aunque tú ya te hayas ido.
El obstáculo que
encontramos en mitad de la carretera era insorteable: bien. Así lo constata el
atestado de la Guardia Civil y el peritaje de la compañía de seguros. Pero yo
contaba con dos maniobras de giro a la hora de afrontar el choque: a la
izquierda, provocando que el primer impacto se produjera contra el lado del
acompañante; o a la derecha: en favor tuya, en mi contra. Y yo me decanté por
la primera opción; y a pesar de que la misma Guardia Civil, el perito de la
compañía y varios psicólogos me hayan asegurado que ese acto, mi decisión,
responde a un impulso inherente en todo ser humano y carente de maniobrabilidad
en la parte consciente de nuestro cerebro, creo que fui un maldito cobarde y un
gran iluso; iluso por pensar, aun de manera inconsciente, que estar aquí sin ti
es mejor que estar muerto.
Pero sí, con cuatro o
cinco copas me viene el tiempo que compartimos juntos y puedo ser feliz dentro
de esa cápsula; y sonrío mientras lloro; y echo de menos tu cuerpo, tu lengua,
tu cuello, tus nalgas, los labios de tu coño, tu boca; y me descubro excitado y
me toco pensando en ti; y te echo en falta, pero me corro y me quedo bien,
relajado, dormido, como si sólo hubieras salido de viaje y me fueras a llamar
en un rato. Y al rato, cuando el efecto de las copas se va difuminando y vuelvo
a saber que ya nunca más volverás a llamarme, lloro sólo porque ya no estás,
porque te has muerto y porque el tiempo que compartimos juntos se ha roto, sin
dedicarle un solo segundo a mi supervivencia, sólo por ti. Y a la mañana
siguiente, cuando mi madre me ve, dice que le gusta verme así de triste; y que
le haga caso, que no salga si no quiero, pero que beba, que tome algo antes de
dejarme caer bocabajo en la cama, como si todo el mundo, y no sólo tú, hubiera
muerto, hubiera desaparecido. Después salgo a trabajar con mal cuerpo, con la
cabeza tan rota como el tiempo que compartimos juntos, y si soy capaz de no
abstraerme en mi desgracia, a mediodía acompaño la comida con agua; pero si
regresan los fantasmas que me dejan vivo en la mediana, mirando tus ojos
huidos, muertos, yo mismo le pido a mi madre que saque la botella del altillo
de la cocina, del despensero o de su armario, y me tomo tres o cuatro tragos y
luego la última… Otra, como dice ella.
Buenas jornadas las de Alcaudete, volveré a leerte despacio, así sabre de tus letras.
ResponderEliminarUn saludo.
Cierto. Ha sido estupendo conoceros, intercambiar opiniones y establecer vínculos... como, por ejemplo, éste.
EliminarQue pases de cuando en cuando y me leas, supone todo un placer.
Un saludo.
Genial. como otras tantas historias tuyas que he tenido la suerte de leer...
ResponderEliminarGracias, guapa.... Me gusta mucho, mucho, mucho que te guste.
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