Caminas adrede con una
punta clavada en la suela del zapato. Llevas toda la noche recorriendo el
pasillo en ambos sentidos. Quieres acostumbrarte a esa punzada, que no quede ni
rastro de amortiguación en el maldito pie derecho y que deje de asomarse cada dos
pasos el gesto de dolor en tu cara.
Tienes pensado hacerte
de su mano izquierda en cuanto salga de la tienda; apretarla cada tanto, cada
dos pasos. Crees que eso te servirá para aminorar la atención de lo que ocurre
abajo —sólo aminorar. Se trata de eso, de aminorar, no de disolverla del todo—.
También has ideado proponer una conversación divertida, que os haga reír y
convulsionaros levemente. Ella no debe darse cuenta. Te preguntaría; y aunque
tú te empeñes en lo contrario, acabaría averiguando lo que sucede y te verías
obligado a relatarle la verdad.
La verdad es que te
falla la memoria. Olvidas las cosas que le has prometido. Y lo que aún es peor:
te olvidas de ella. Porque hay miles de cosas que sabes que no debes hacer
desde que estás con ella, sin el requerimiento de una promesa. Y las haces. No
pierdes ocasión. Por eso te ha dado por pensar que puedes estar enfermo y has
planificado todo este embrollo.
La punta clavada en la
suela del zapato ha de actuar como los parches de nicotina. Cada impulso
obtenido a partir de una zancada de tu pierna derecha te irá alejando del mal.
Harás camino, caminando. Lo encuentras infalible. Una opción tan buena como
otra… Otra que no te gusta. Porque te avergüenza acudir a un especialista,
colocarte bajo su sano juicio, responder a sus preguntas y atisbar que sus
argumentos y los tuyos no son coincidentes; que te toma por un simple hombre
promiscuo, con la caradura de aparecer por allí para disfrazar lo que acontece
y alargar en el tiempo, de ese modo, los supuestos beneficios.
Es cierto que te
beneficias. Pero únicamente en el momento exacto. Después las puntas no son de
hierro; pero en lugar de una son cientos; y no perforan un trozo de goma; éstas
atraviesas tu piel y se retuercen en círculo, incesantemente, a un lado y a
otro. Y cuando acaban contigo, ¡cuando crees que han acabado contigo!,
permanecen contigo: en los razonamientos que proyectas y en el alma, el alma
oscura que percibes.
En el banco del parque apoyas tu pierna izquierda
sobre la derecha y no cesas de golpear el suelo con la planta del pie. Ella te
preguntas si estás nervioso. Sonríes, mientras le respondes que no.
La última vez fue
anoche, justo antes de agarrar el martillo y la punta. En cuanto esa otra mujer
se fue, llevaste a cabo ese ejercicio, tu medicina, tu tratamiento, sin
descalzarte. Y, también adrede, usaste una fuerza desmedida, superior a la
necesaria. Caló hondo. Mucho. Pero te mantuviste en silencio. Entonces te
decidiste por otro golpe más definitivo, uno que viniera a hacer desaparecer la
cabeza de la punta y surgir un grito y un llanto. Lo lograste.
Ahora le has pedido que
se siente sobre tus rodillas. La abrazas y escondes tu cara y tu gesto de dolor
en la techumbre de sus pechos. Te da miedo despedirte. Mucho miedo. Temes por
ella y por ti. Barruntas la posibilidad de un nuevo fracaso. ¿Por qué no? Ya en
otras ocasiones has jurado que aquello no volvería a ocurrir; y antes de la
punta, has usado otros remedios parecidos, que nunca han servido para nada. La carne es débil. Y la memoria más, piensas.
Ha llegado el momento:
su hora y la tuya. Le dices, tontamente, que confíe en ti, que no se preocupe, que
la quieres, y que, al final de la tarde, en cuanto salgas de la piscina,
pasarás por la tienda a recogerla.
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