Vendrá una noche en la
que duerma con la acidez de tu piel en la punta de mi lengua, respirando a
apenas un centímetro de tu nuca, temblando abrazado a ti, todavía con el falo
semi erecto, colocado cuidadosamente entre tus nalgas. Y vendrá otra noche en
la que duerma con tu cuerpo sobre el mío, mientras lames fatigosa mi cuello, mi
barbilla y los lóbulos de mis orejas; una noche en la que alguno de los dos
interrumpiremos el sueño del otro con pequeños mordiscos en el cuello, en la
barbilla y en los lóbulos de las orejas; y en la que volveré a dormirme con tu
cuerpo enlazado al mío, tomándote las manos, tranquilo, como en un paraíso. Y después
de algunas noches como ésta, vendrá otra en la que desearé dormir solo. Y tras
esa, que se irá repitiendo cada vez con una frecuencia más corta, vendrá una
noche eterna, en la que ya no querré dormir contigo.
Al cabo de algunos
meses o de algunos años —puede que diez o quince—, conoceré a otra persona:
alguien que me recordará que antes de encerrarnos en casa, tú y yo también
formábamos parte del mundo; entonces me vendrán a la cabeza las noches en las
que aún debía de presumir los secretos de los que me has hecho partícipe;
echaré en falta esa sensación, esa vida, ¡la vida!; y pensaré en esa otra
persona como en el cáliz de mi resurrección. Intentaré acostarme con ella; si
lo consigo o no ya no cuenta; el delito es el mismo: acuchillar a un ser humano
que ya está muerto, a ti.
Y volveré a naufragar.
Lo haré sin duda; la fuerza del paso del tiempo abrirá un boquete en el casco y
todo se inundará de nuevo. Pero, en el momento más álgido del castigo, con la
mente zozobrando contra el acabose, veré una luz parpadeando a lo lejos;
entonces, como una víctima de la publicidad subliminal, me repondré de pronto y,
sirviéndome del antepenúltimo impulso, remaré con todas mis fuerzas hacia un
nuevo y maravilloso fracaso… ¡La vida!
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