Coger el coche un día
cualquiera y dejarte caer desde Segura de la Sierra hasta las Juntas de Miller,
y ahí girar a derechas, hasta Santiago de la Espada, atravesando el
sobrecogedor cañón del río Zumeta, conforma un maravilloso y sin igual paseo con
la soledad. Puede que en esa inmensidad de tierra no habiten doscientas
personas; puede, incluso, que durante los meses de invierno no vivan siquiera
cien. La carretera está mal. Y lo seguirá estando. Comprensible, atendiendo a
las circunstancias económicas del país. Otra cosa sería preguntarnos por qué
siempre ha estado mal y por qué nunca se han cubierto convenientemente los
veinte o treinta baches con los que te tropiezas cada veinte o treinta
kilómetros.
Sitúo a quienes aún no
lo hayan hecho. Nos encontramos dentro del parque natural de las sierras de
Cazorla, Segura y las Villas, el espacio protegido más grande de España y
segundo de Europa: un tesoro que se alimenta del agua que cae del cielo, que no
pide nada y que necesita poco, acaso protegerse de nosotros.
El final del otoño, el
invierno y la primavera han resultado espectaculares: agua a mansalva, que ha propiciado
el surgimiento de riachuelos y jordanas en cada una de las laderas, cascadas en
cientos de precipicios, y ríos bravos, vivos, insultantemente vivos. Su aspecto
actual abruma: no existe una sola tonalidad de verde que no se pueda encontrar,
no caben más flores, y el manto que configuran el tomillo, la mejorana, la
ajedrea, el espliego, los helechos… le
otorgan un aspecto que llega a parecer selvático. No cabe duda: estamos
hablando de uno de los espacios más únicos del mundo.
Si el miedo es un
antepasado de la prudencia, pretendo ser prudente; si entre ellos no existe
parentesco alguno, soy miedoso. ¿Qué va a ocurrir este anhelado verano, cuándo
el verdor se torne en amarillo y a esos doscientos habitantes haya que sumarles
la visita de miles de turistas? ¿Es cierto el recorte en la partida para
prevención de incendios?
La escasa población del
parque ayuda a silenciar los distintos problemas que acoge; y la tierra, las
montañas, los árboles y los animales que lo habitan, aún no han aprendido a
gritar. Todo parece indicar que se trata de una víctima fácil de la crisis que sufrimos.
De hecho, este mismo invierno ya se ha notado cierta desatención, en lo que
respecta a la funcionabilidad de las máquinas quitanieves, dejando, durante
varios días, a alguna familia aislada. Y el año pasado, en algunas de las
casetas de vigilancia el turno de noche ya había sido desmantelado.
El mayor éxito de un
espacio como el que nos ocupa es que permanezca inalterable, bajo el único
amparo del paso de las estaciones, del paso del tiempo. Conocemos las
consecuencias de un incendio, el periodo que requiere la madre naturaleza para
restablecerse. Nosotros saldremos de esta crisis en dos, tres, cinco, tal vez
diez años. ¿Cuántos años deberíamos esperar para volver a disfrutar de este
presente, si se sucediera lo peor?
No desahuciemos el bien
más preciado que tenemos. No olvidemos que se trata del suelo que pisamos.
Que bien escribes, eres todo un artista.
ResponderEliminarGracias, Manolo... Por aquí me puedes encontrar. Para mí supondrá todo un placer verte pasar.
ResponderEliminarUn abrazo!
lo unico malo que tiene esto es que tienes toda la razon, esperemos que nos demos cuenta de lo que tenemos antes de perderlo, por que si algo tiene esta sierra es que es INFINITA en rincones y paisajes espectaculares. Me encanta!!
ResponderEliminarNo sé quien eres. gracias, gracias, gracias. y abrazo.
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