No te quieres morir y
estás muerta. Sin necesidad de arrancarte las huellas de las yemas de los dedos
ni desfigurarte las facciones más características del rostro. Como antes: igual
que los maquis y los bandoleros.
Un elefante viejo se
hace el distraído, se queda atrás y resuelve cambiar de rumbo, separarse del
resto de la manada; y llega a un cementerio mágico, en donde sólo hay
esqueletos de otros elefantes y un río de aguas cristalinas, montañas, árboles
y cielo. Eres un elefante, que tras muchas incursiones ha encontrado su sitio.
Así te presentas, sin que nadie te pregunte; porque no existe nadie, sólo casas
en ruinas, esqueletos, la huella silenciosa de gente que, en algún momento,
permaneció viva aquí, en este lugar, en tu cementerio.
Te resistes a
permanecer callada, a perder la costumbre de comunicarte. Y empiezas a hablar
contigo. Pronto asumes tu problema, el motivo de tu huida. No eres idiota.
Nunca lo has sido. Tienes barba. No eres atractiva. El mundo no te percibe
atractiva. Y es al mundo a quien le compete dilucidar ese tipo de cosas. Y,
ante eso, no has encontrado mejor salida que marcharte a un sitio que forma
parte del mundo, pero en el que no hay nadie, salvo tú.
Una noche te despiertas
sobresaltada. Te ha venido una idea. No eres la única persona fea en el mundo.
Y este lugar, tu cementerio, cuenta con muchas otras casas en ruinas; otra
gente puede venir y reconstruirlas; gente con una nariz a punto de rozarle la
barbilla, gente con los ojos extraviados y con una única ceja; gente con un
solo ojo, con una sola oreja, o con la boca torcida; gente fea.
Te decides a poner un
anuncio. En él declaras que eres un elefante, un elefante vivo, que ha
encontrado el cementerio de los elefantes muertos; ese enclave misterioso, de
leyenda. Describes minuciosamente las puestas de sol, los amaneceres, el ruido
del viendo, del agua, el de las aves; y el silencio de las montañas, de los
caminos y el del candil y el sillón y el fuego. Incluso tomas y publicas instantáneas
del valle, de la colina en donde se alzan las casas, de las ventanas de madera,
a falta de cristales y de un tejado. Al final, sólo al final, explicitas que la
única condición que impones, a quienes deseen recibir una copia de tu mapa, es
que deben tratarse de personas feas.
Al cabo de un par de
días recibes cientos de peticiones. Todas contienen una foto; tu exigencia. Es
entonces cuando cometes tu primer fallo; no lees los mensajes, vas directa al
archivo adjunto y, a partir de la imagen que ves, haces la selección. Te
conviertes en la juez de tu mundo: tú decides; y lo haces usando los mismos
criterios que provocaron tu huida. Otra noche, también de madrugada, vuelves a
desvelarte y caes en esa cuenta, en tu propia injusticia. Das marcha atrás; destruyes
las carpetas y comienzas de nuevo a abrir los correos.
Algunas de las razones
de quienes quieren irse a vivir contigo te resultan maravillosas, te conmueven.
Lástima que en ciertas ocasiones el aspecto de la fotografía no acompañe; no
son lo suficientemente feos; no te valen.
Al final, después de
darle infinidad de vueltas, te decantas por diez candidatos. Son muy feos,
tanto como tú, otros elefantes; y sus razones te convencen: son tan
maravillosas como las de la gente guapa que te viste obligada a rechazar por
ese motivo, sólo por ese motivo.
Aun así, crees que
debes responder a todos los que han mostrado interés en llegar a ti, a tu
sitio. Y comienzan los problemas. La gente no entiende que seas tan elitista.
Dicen que ellos no tuvieron elección, que nacieron así, que es cuestión de
genética, que el hecho en sí les sugiere la irrupción de un nuevo holocausto; y
te proclaman que nada les gustaría más que despertarse al día siguiente siendo
feos, si ello les permite habitar en tu paraíso. Algunos incluso te proponen
sacarse un ojo, o rajarse de arriba abajo la cara, o cortarse las dos orejas.
Alguno, incluso, lo lleva a cabo y te envía una fotografía con su nueva imagen:
espantosa, mucho peor que la tuya.
Llevan razón. Así lo
sientes. Te has vuelto a equivocar. Estás completamente segura de ello y
vuelves a echar marcha atrás. Frenas todo el asunto. Necesitas pensar. Y te das
unos días.
El candil, el sillón y
el fuego y, sobre todo, el ordenador te han mantenido demasiado sujeta. Sales
de tu casa reconstruida, al exterior de tu cementerio. Encuentras irrepetibles
los horizontes, las nubes bajas que abrazan a las montañas del fondo, el tapiz
que forman los árboles en las laderas, el río, siempre susurrante, siempre ahí,
corriendo y sin marcharse a ningún sitio. No puedes ser tan egoísta. No puede ser para ti sola, ni para quien tú
elijas —piensas—. Y en un impulso, entras de nuevo en la casa, te sientas
frente al ordenador y colocas un nuevo anuncio con la dirección exacta del
paraíso, archivando de esa manera todas tus exigencias anteriores y cometiendo
el que será tu segundo y definitivo fallo. Ya no habrá tiempo ni oportunidad
para otro.
A las pocas horas ya no
caben más coches en la era y los que llegan después se ven obligados a aparcar
en las anchuras del carril. Hay de todo: gente inmaculadamente fea, lo que tú
ansiabas al principio; gente de aspecto insulso, que no llaman la atención por
nada; gente atractiva, a veces sólo por su forma de moverse o de mirar; gente
guapa, muy guapa; y gente que sólo pasa a echar un vistazo, con el perro, los
niños y la fiambrera. Todos coinciden en lo mismo: se trata del lugar más
increíble nunca visto.
El resto de la historia
es de sobra conocida: un promotor
inmobiliario logra que recalifiquen como urbanizables unos terrenos anexos a la
pequeña aldea, justo donde tú planificabas
plantar hortalizas y tubérculos para que la economía fuera sostenible y
en los que ahora se levantan varias hileras de pequeños chalets pareados; un
tipo con don de gentes, que se hace con la presidencia de la comunidad, y que
no soporta el calor, ni las piedras del río y que se topa con un espacio ideal
en donde hacer un gran hoyo para la construcción de una piscina enorme, para
todo el vecindario, sin distinciones, para que no se pierda la matriz
alternativa y solidaria de tan singular sitio; y el niño, el maldito niño que
se las da de gracioso y advierte el vello de tu cara y decide ponerte el
sobrenombre de “La mujer barbuda”. El mundo.
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