martes, 18 de diciembre de 2012

EVEREST


Alguien que raja tu pecho, saca tu corazón y lo martillea, es alguien que no te quiere, y que sin embargo se convertirá en una persona a quien amarás como no se ama dos veces. Yo soy una víctima de cien de esos martillazos. Un suertudo que ha podido comprobar que el amor más álgido, el más perturbado y conmovedor, se sitúa en la cima del Everest; que todo cambia a partir de entonces; y que todo se hace cuesta arriba… Incluso cuando ya siempre se está bajando.

sábado, 15 de diciembre de 2012

LA LIBERTAD DE LOS COBARDES


La verdad se demora cuando una persona deja de amar a otra. Por mera conveniencia del infractor. Por lástima. Por si el tiempo que ha de pasar termina por derruir esa certeza punzante y abre la senda a una nueva oportunidad. Por miedo. Por simple desidia. Por las reacciones y las opiniones de otros, que no significan nada dentro de esa historia particular; pero son, a su vez, los artífices de la historia individual de cada uno de los protagonistas. Por controversia con el propio amor, al que ya no se le entiende como antes y se propicia el pensamiento de que lo erróneo fue pretender que la  compaña de la una o del otro lograra auparse eternamente sobre todo lo demás. Por la supuesta existencia de un dios y los mandatos que éste impone. Por lo que dirán o podrían decir aquellos que realmente no importan. Porque la verdad no siempre trae consigo consuelo. O por otras cientos de razones más, a las no resulta raro ver actuar al unísono.

Miguel se sentó frente a Clara, que hacía punto en una butaca del jardín. Le pidió que dejara la lana y las agujas en la mesa y que pusiera atención en lo que iba a decirle. Inclinó su espalda treinta o cuarenta grados, posicionó sus antebrazos sobre las rodillas de su mujer y asió sus manos a las suyas. “Yo ya sólo te quiero”, fue la frase que eligió, sin agachar un ápice la mirada.   

Clara no tardó en comprender. Y de inmediato, mentalmente, traspasó el umbral de ese momento y se descubrió libre para el resto de sus días. Cerró los ojos y exhaló todo el aire contenido en sus pulmones. “Por fin” canturrearon en un idioma intangible esas hondas celestiales de oxígeno. Pronto, reparó en la presencia de Miguel y se repuso de ese brote de felicidad incalculable. Entonces fingió pena. Y antes de que a él le sobreviniera un gesto de cuidado hacia ella, le atrajo con sus manos, besó una de sus mejillas y le insistió en que se mantuviese tranquilo, asegurándole que ella se encontraba bien, que suponía, que entendía.

Meses más tarde, cuando las dos mitades de esa primera parte habitaban en lugares distintos y se habían disuelto los motivos para los encuentros, Clara se despertó una mañana antes de tiempo en otra parte. Miró la espalda desnuda que tenía frente a sus ojos. La recorrió con las yemas de sus dedos índice y medio, y no sintió nada. Repitió el ejercicio, acabando esta vez con sus cinco dedos mullendo las nalgas del hombre desnudo que tanto le gustaba, y arremolinando su boca contra su nuca. El hombre se giró sobre sí mismo, le mordió los labios, el cuello, besó su escote, sus pechos, succionó con ansia sus pezones. La penetró y comenzó a moverse enérgicamente, hasta el acabose. Clara, entonces, lo entrelazó fuerte con sus brazos, impidiéndole de esa manera que levantara la cabeza en busca de un último beso cómplice. Y se descubrió llorando.

La verdad se demora cuando una persona deja de amar a otra…

viernes, 30 de noviembre de 2012

CORTOCIRCUITOS


El electricista ha anotado su nombre y su número de teléfono en el trozo de regleta que baja del techo al cuadro. Ha usado un rotulador indeleble, de color negro. Me ha dicho que ahí y con esa tinta, siempre lo tendré presente, frente a cualquier problema. También me ha dicho que él no cree que vuelva a producirse otro cortocircuito, y me hablado de la nueva potencia que tengo contratada, del grosor de los nuevos cables y de lo dificultoso que le ha sido traspasarlos a través de la instalación antigua. Luego me ha dado dos besos. Quizá por su edad y por la mía, ha pensado que ese era el modo más adecuado de acompañar el adiós. No me ha parecido mal. Yo, cuando se ha inclinado para hacer chocar sus labios contra mis mejillas, he apretado con mi mano su antebrazo. Espero que a él tampoco le haya parecido mal y que este gesto tan nimio no le haya conducido a imaginar cosas que no son.

A Miguel le ha explicado la conveniencia de los cinco mil cuatrocientos kilovatios, aunque nos suba la cuota fija, y lo de los cables nuevos a través de la línea antigua. He omitido lo de la tarjeta de visita y lo de los besos. ¿Para qué? Miguel es celoso y enseguida le habría puesto pegas al nuevo contrato y al hecho de haber usado un viejo esqueleto, aunque eso nos haya supuesto un ahorro considerable. Porque ya puestos, mejor hacer las cosas bien, me habría dicho, para, seguidamente, tachar el nombre y el número de nuestro nuevo electricista, con otro rotulador indeleble, y dejarlo todo tal y como está.

Esta tarde, mientras Miguel echaba su cabezadita, le he estado dando vueltas a ese asunto. Según nuestro nuevo electricista, la manguera que guarda el cable nuevo es de diámetro dieciséis, y el cable en sí, de catorce. Espacio justo; pero suficiente, si no fuera por la fricción que se produce en las esquinas. La posibilidad de sobrecalentamiento, también según el chico, queda extirpada por el aumento de potencia. De ahí la necesidad del nuevo contrato, el de los cinco mil cuatrocientos kilovatios. Y después están los nuevos enchufes con toma de tierra, para los aparatos que precisan de más energía. Todo correcto. A la orden. Y, sin embargo, en cuanto Miguel ha despertado y ha salido a entrenar, me he acercado a la regleta, he retenido en la memoria el nombre de pila anotado y he marcado el número.

martes, 20 de noviembre de 2012

VICIOS MODERNOS


El tabaco y el encendedor en el bolsillo delantero de la camisa de fuerza.  Ninguna lo lleva, ni ahí ni en ninguna otra parte. Es obvio. Lo contrario acaso conforma un sarcasmo, como ese cartelito de “prohibido fumar” en la ambulancia que traslada a Marisa Paredes en Tacones lejanos. A la mía se lo han cosido para procurarme desesperación.

Todo medido al milímetro…

Con el mentón, una vez que estiro y encorvo el cuello y la espalda lo imposible, logro acariciar la ruedecilla del mechero y las boquillas del par de cigarrillos que asoman por la apertura del paquete. Entonces arqueo los hombros, consiguiendo que se dilate el espacio entre cada una de mis vértebras. En ese momento se hace añicos la caricia de antes; ya puedo golpear con cierta soltura lo que ansío; y trato de presionar hacia afuera, y de que ese ejercicio malabar me permita, en una milésima de segundo, retraer la mandíbula en el instante preciso y atrapar entre los dientes los objetos de mi deseo. Ambos al unísono, claro.

Venzo en el intento ciento cincuenta y tres. ¿Y ahora qué?

 

 

jueves, 8 de noviembre de 2012

LA BOCANA DEL PUERTO


Detrás de un vaso, en un lupanar de poca monta. Ahí será donde se tope con la hora suprema. Exhalando su última bocanada de aire negando la mayor, profiriendo su completo desapego y desaprobación a ese mundo, con la voz y el ánimo hinchados. De nuevo hiriente, hipócrita. Y de nuevo la meretriz condenada a escucharle, por sólo una copa, no le quitará la razón. Le resbala cuánto diga. Sorbe a poquito su combinado, ayudándose con una pajita, con los ojos vueltos del revés, mirándose a sí misma en una situación tragicómica, indómita, que la resuelve a ella como la mayor puta de esos contornos y a él como a un minúsculo placebo que acaso franquea semejante sitio a prestar compaña.

Tendrá que pasar un buen rato hasta que el barman se haga cargo de su cadáver. No es raro que se quede vencido sobre la barra. Nada raro. Luego, ya en la hora de cierre, le atusará el pelo, pidiéndole que despierte. Y viendo que no, él y uno de los gorilas le sacarán del antro por la puerta de atrás.

El sol que desata el nuevo día es poderoso. Alguien tendrá que darse prisa en encontrarlo. De lo contrario, su cuerpo blanquecino, todavía clemente, romperá a sudar por dentro, pudriendo el aire. Todo el aire del mundo.

Por fin me llaman y me cuentan. Permanezco mudo, impertérrito. Ni siquiera pestañeo. Al otro lado del aparato una voz solemne termina diciendo “lo siento”. No sabe. No nos conoce. No merece la pena explicarle. Seguro que durante esa misma mañana ya ha efectuado varias llamadas similares. Es su trabajo. Su maldito trabajo. Y sin embargo, justo un instante antes de que cuelgue, le confieso que me alegra la noticia. Entonces no pregunta. Sabe que no es su trabajo, que no es asunto suyo. Y después de unos segundos de mutuo silencio se limita a relatarme lo mismo y de la misma manera, para que no quepa duda de que me doy por enterado. Luego dice adiós y cuelga.

En las paredes de mi casa hay decenas de viejos retratos de mamá. En ninguno de ellos la reconozco. Se fue joven. En cuanto me tuvo. Su madre siempre me decía que al mar, a algún rincón cercano a la bocana del puerto, desde donde no le resultara difícil vernos. Yo siempre supe que se había ido al fondo. Lejos, muy lejos. Lo más lejos que pudo, aunque yo permaneciera allí, aterrado de miedo. Porque el miedo envilece a las personas. Y ella pasó miedo, mucho miedo.

Lloro en cuanto la miro. Extraño; no soy capaz de recordarla y apenas alcanzo a sentirla, pero mis lágrimas de ahora vienen más por ella que por mí. Y entonces, de repente, me arremolino entorno a una ensoñación que me permite descubrirla flotando no muy lejos, justo en donde las olas aminoran su virulencia.

Está muerta, me digo para salir de ese trance imposible. Muerta, muerta, muerta, repito hasta colmarme de convencimiento.

Marta me pregunta qué pasa. Me conoce bien y sabe que no es frecuente adivinar mis ojos húmedos, la tez de mi rostro pálida y mi mirada ausente. Le explico. Atiende. Me deja solo un rato. Regresa y detalla su parecer. La escucho. No digo nada. Insiste. Y sólo al final, muy al final, termina claudicando. No entiende que un hijo reniegue de su padre hasta el punto de no acudir a su sepelio. Sabe muchas cosas. No todas, pero sí demasiadas. Y aún así no entiende. A veces me gustaría revelarle que el paso del tiempo no es completamente uniforme, que existen partes que comienzan retrasándose y que se acaban quedando enclavadas en lo más profundo del estómago, purgando sin descanso en aras de una escapatoria que por ahí resulta imposible. Pero para hablarle de eso antes tendría que confesarle que hay gente en el mundo endemoniadamente mala; gente de carne y hueso, que anda muy cerda. Demasiado.

Por la noche no duermo. Me sorprende que todo haya ocurrido en mi propia ciudad, no muy lejos del barrio en el que habito, a sólo unas manzanas de mi lugar de trabajo. Me pregunto si no nos habremos cruzado en alguna ocasión, y, en tal caso, si habrá sido capaz de reconocerme. Yo hace años que lo desdibujé en mi memoria. Una mañana cerré los ojos y exageré sus facciones hasta transformarlo en un monstruo inhumano. Después los abrí y ya no quedaba ni rastro de su pelo negro brillante, ni de su piel blanquecina brillante, ni de sus manos carnosas y brillantes; ya no tenía barba de dos o tres días, ni vestía con ropa oscura y parduzca. Había adoptado formas extrañas: grandes orejas, el cabello cubriéndole la cara, las manos huesudas, también muy grandes. Un ser mucho más terrorífico que el original, pero imposible, fantasioso, ajeno a este planeta y a su órbita y a su galaxia.

A Marta le dije la verdad y le advertí que no deseaba escuchar ninguna otra propuesta. No deseaba su compaña. No en ese momento.

El mortuorio era tal y como habría imaginado, si alguna vez me hubiera propuesto hacerlo: blanco, limpio, hermético, frio. Lo mismo que el señor al que desperté. Llevó a cabo el ejercicio de todos sus movimientos con desgana, con desagrado, con mucha cara de sueño, con mucho fastidio. Cuando abrió la puerta de la nevera, tiró de la camilla y descorrió la sábana, enfatizó aún más las muecas de su rostro. Aquí tienes, no es más que un muerto, un trozo de carne muerta, un cadáver que nadie ha requerido y que por tanto se encuentra aquí, en un sitio sin alma, sin lágrimas, sin pena, pareció querer decirme.

Vuelva a cubrirlo y déjeme solo.´

Es más pequeño de lo que recordaba. No es más alto que yo. En sus extremidades inferiores la sábana sólo forma un montículo. En un acto reflejo palpo. Le falta un pie. Retiro rápido mi mano. Está ahí abajo y sé que las grandes orejas, el pelo largo atesorando su rostro y las manos huesudas han regresado al mundo de las invenciones. Ahí abajo está el monstruo del pelo negro y brillante y de piel blanquecina y brillante: mi padre. Descubro su pie, su muñón a mitad de la pantorrilla, sus muslos flacos, su sexo muerto, su vientre henchido, su cara, su misma mala cara de siempre, sus ojos por fin muertos.

Podría haberle reconocido. Podría haberlo hecho.

En el puerto, auspiciado por las luces de los primeros barcos que atraviesan su bocana, tras una noche faenando, puedo verla.

Duerme, mamá. Es él.

martes, 6 de noviembre de 2012

ASÍ SE HIZO "EL ZAPATO DE OTRO"

Pues lo dicho, que aquí os dejo este video que muentra un poquito de todo lo bien que lo pasamos realizando el corto... Las sensaciones, todavía hoy, continúan inalterables, bárbaras.

lunes, 5 de noviembre de 2012

OCTAVIO


Los primeros pobladores de la sierra que habito establecieron una máxima inquebrantable: Todo aquel que llegara a semejante lugar tendría derecho a un “piazo” de tierra de la que subsistir. Daba igual que fuera grande o pequeño, porque daba igual quien llegara. Y llegaron familias con uno, con cuatro, con cinco, con nueve y hasta con trece y catorce hijos. Y porque se sufragó una ley no escrita, un credo, un estigma en la mente: Vivir y ayudar a hacerlo.

Hubo algunos que nunca sembraron patatas y que, sin embargo, jamás carecieron de ellas. Y otros que inundaban sus campos con dichos tubérculos y que a cambio de ellos obtuvieron hortalizas, aceite, esencias, uvas para la elaboración del vino.

Igual pasaron cien años con sus correspondientes generaciones o igual ciento cincuenta. Nadie sabe concretar cuando se esfumó ese sueño. Dicen que todo arrancó por un disidente, que sembraba un poco de cada cosa y que optó por acordonar su terreno e intentar vivir ajeno al resto y ser autosuficiente, y que el resto se limitó a imitar esa tropelía. Eso dicen los que prefieren ocultar la verdad.

Porque a lo mejor no es mentira y no sólo fue uno sino varios los divergentes con ese modo de entender la existencia. Pero es imposible que sea verdad que fueran todos.

¿Qué ocurrió entonces?

En la sierra que habito, un estado demoniaco y avaro expolió a los moradores de esa tierra. Valiéndose de todas las artimañas a su alcance, les fueron empujando hasta obligarles a hacer el hatillo y salir en busca de otra patria en la que subsistir. Querían reinventar ese espacio, adecuarlo a sus necesidades y obtener el máximo beneficio. Lo lograron. Y eso, aparte de para hacer y guardar memoria y servirnos de ella para no cometer ni consentir los mismos errores, ya no importa. Lo importe ahora es consensuar y evaluar la posibilidad de regresar a esa máxima inquebrantable que establecieron los primeros pobladores de la sierra que habito, y llevarla a cabo en ésta y en cualquier otra parte; deshacernos del yugo y gobernar bajo el único credo que creo creíble: Vivir y ayudar a hacerlo.

lunes, 22 de octubre de 2012

LA ENFERMEDAD MAESTRA


Tenía un amigo que se quedó medio ciego. Y no uso el verbo en tiempo pasado porque él haya muerto —él sólo se quedó medio ciego—. Lo hago porque yo dejé de verle.

No fue de pronto ni puedo ubicar un desencuentro matriz a partir del cual se ha precipitado un después. El descampado en el que coexistimos lo ha conformado una enfermedad maestra: La opacidad de mi alma. Un mal endémico con el que uno cree estar asesinando bajo el auspicio de la razón en su estado más puro, cuando en realidad  lo único que provoca es la muerte en vida de la persona que la padece. 

Antes de que mi amigo sufriera su accidente, él y yo éramos inseparables. Luego, cuando sus ojos heridos dejaron de obedecer las señales de su cerebro y sólo le reportaban el cuarenta por ciento de lo que yo veía, los motivos que hasta entonces habían propiciado nuestros encuentros se fueron deshuesando como un animal muerto en la intemperie.

Dejé de verle. Dejamos de ser inseparable. Y lo peor, para mi cerebro ruin y miope, también dejamos de ser iguales.

Deshinché el significado de la palabra amigo. Lo embutí en una tripa en la que únicamente cabían mis necesidades. Y ni siquiera lo hice con la debida precaución. Nada más lejos. Ejecuté semejante acto de egoísmo de la manera más torpe; inmerso por entero en un síncope de imbecilidad, sólo reparé en las prestaciones más holgazanas que ofrece un compañero, olvidándome de la más rica e importante: Su compaña, su simple, mansa —o combativa, si la ocasión así lo requiere—, leal y perenne compaña.

Años más tarde me caí de una repisa. Un absurdo; trataba de alcanzar la zona más alta de un techo abuhardillado y la escalera de mano no me lo permitía. De modo que, obviando cualquier formulación física relacionada con la resistencia de un elemento a distintos pesos, me serví de un estante de madera para poder colocar el alógeno, origen de todo el asunto. Y cedió… El estante cedió…

Por causas muy parecidas a las de mi amigo, he tenido que abandonar el equipo de fútbol en el que antaño ambos formábamos la pareja atacante en el partido de los martes. A Luis, el que ha sido mi nuevo contrincante al tenis desde que mi amigo dejó de ver la pelota, no me ha hecho falta decirle nada. Ha pasado por casa en varias ocasiones, y conociendo mi estado he creído que sobraban las palabras.

Esta mañana he recibido un mail de mi amigo, el que se quedó medio ciego. Traía un archivo adjunto, que ha resultado ser un manual de ajedrez, y una pregunta: ¿Blancas o negras?

miércoles, 17 de octubre de 2012

INICIO DE TEMPORADA

Ahora, que el inicio de temporada finiquita el periodo de rebajas, pongo en venta, a precio de saldo, un puñado exquisito de pretensiones varias que nunca dejaron de ser eso, pretensiones, y que aún permanecen abiertas y expectantes a la ejecución preciosista de un buen empujón que las permita dejar de ser lo que nunca quisieron ser: meras pretensiones. Pertenecen a la familia de los sueños de colores; las hay adineradas, triunfalistas, distintivas, incluso cuasi imposibles, pese a lo difícil que resulta ponerle “peros” y límites a los sueños (porque sueños son, principalmente). Había una, la más pobre y, a la vez, la más atractiva, que sólo pugnaba por lograr la fantasmagórica posesión del “yo”. A esa le tengo un especial cariño; ha permanecido a mi lado desde tiempo inmemorial hasta hace bien poco, cuando una realidad, tan infinita como malsana, desaconsejó nuestro matrimonio. Desde entonces ya no he vuelto a verla. Pero os regalo la idea (exenta de cualquier originalidad, por otra parte).

El motivo que me conduce a deshacerme de ellas es mi buena salud. Muy a mi pesar, mi corazón ya no late al ritmo de una canción alocada, capaz de ponerse de pronto triste, muy triste; ahora, este órgano desangelado, bombeador de sangre, se ha abrochado un reloj a uno de sus ventrículos y ya sólo canturrea otra realidad, tan infinita y malsana como la mencionada con anterioridad, que dice algo así como que de este modo tan gris todo está bien o medianamente bien, y que siempre será mejor que estar mal o medianamente jodido.

En realidad, no sé de que me quejo. Ahora mi vida, a salvo de aquellos esfuerzos que antes conseguían agotarla hasta el extremo de hacerme sentir vivo, camina sin toparse con grandes pendientes. Tengo cuanto me dicen que debo necesitar: trabajo, alguien a mi lado, alguien a quien quiero a mi lado, un lugar donde encontrarnos, coche, una nevera, comida en la nevera, fuego, tabaco. Lo tengo todo y, sin embargo, aquí, a escondidas, en la media luna oscura, echo en falta la incertidumbre que trasmite la nada, las ansias de soñar, aquellas pretensiones varias que me hacían, las mismas que ahora vendo a cambio de nada, porque nada pretendo.
Anteayer la dejé así, llorosa.

martes, 16 de octubre de 2012

EL ZAPATO DE OTRO

El pasado mes de agosto participé como guionista en la elaboración de un cortometraje que presentamos al concurso de "Siles cinema espress". Era mi primera experiencia en ese mundillo; e igual también la última. No lo sé. De lo único que estoy seguro es de que las sensaciones que me dejaron el día y medio que compartí con el equipo, todos amigos, sólo puedo calificarlas como bárbaras e inigualables.
Espero que os guste...
La canción que suena, "Mira", es de Evita y mía. Los intérpretes, La chimenea verde, mi grupo.

Habito en un Afganistan español; una de esas sierras en las que las nuevas tecnologías y las redes de comunicación se caen de bruces al suelo en cuanto las empresas propulsoras diagnostican que sus beneficios serán exiguos. Somos pocos los beneficiarios, los contribuyentes; y entonces esa máxima de que cualquier ciudadano dentro del territorio debe contar con similares oportunidades y derechos, se liquida con un simple tiro en la sien.
Aún así, y aprovechando mis constantes visitas al otro mundo terrenal, ése en el los edificios y los ruidos se apretujan los unos contra los otros, trataré de estar vivo también aquí, en este blog que hoy parte...