Acá en la montaña hay dos
ríos que se atraviesan más o menos así: +. El agua de uno, del que baja (I), es
azulosa; el del otro, el transversal (-), blanquecina; es decir, casi
transparente, y en él las piedras tienen color de piedras, lo mismo que les
ocurre al musgo y al ramaje, que tienen color de musgo y de ramaje. Luego, tras
un par de kilómetros, los dos ríos que se atraviesan acá en la montaña alcanzan
un río más grande; lo hacen más o menos así: =, en la misma ribera, separados
por apenas un par de palmos. Y el resultado del agua mezclada unos metros más
allá de dónde se funden con el río grande es… No, no es de un azul más claro, y
el tono blanquecino se pierde. El resultado es nefasto: entre un verde
esmeralda y un azul turquesa; un color lindo, penetrante, mágico; pero que nada
tiene que ver con las contribuciones aportadas al río grande por los ríos I y
-. Su perseverancia por caminar separados no les vale para perdurar; la fuerza
con la que llegan, comparada con la corriente que arrastra el río mayor, esfuma
la idiosincrasia de uno y otro, y pasan a ser agua, más agua.
Supongamos que tú eres
el río I y yo el río -, y que nos cruzamos cada mañana por la calle Sagasta
así: +. Tú de azul, con ese vestido corto y bombacho con el que siempre te
descubro tan guapa; y yo con la americana de los lunes, miércoles y viernes,
que sé que te gusta (tú misma la elegiste por mí). Un beso en la mejilla y un
adiós o un leve “hasta luego”, si cualquiera de los dos lleva prisa, comprimen
ese exiguo nexo de unión. Y supongamos que tras diez o quince minutos nos
volvemos a reencontrar en una oficina; una oficina en la que Eladio es tu jefe
y el mío; un jefe que en ocasiones nos ningunea, que nos arenga y nos obliga a
competir. Y que, sin embargo, no nos arrebata las ganas de acudir al trabajo.
Tú te escapas cada día
unos minutos antes por lo de tu nena. Dices “hasta mañana” casi sin mirarme, en
un movimiento mecánico, mientras te abrochas el abrigo y agarras el bolso. “Ya
llego tarde”, eso dices también. Yo salgo a las dos en punto. Raro es que tu
senda y la mía no se trencen de nuevo a la altura de la farmacia de la calle
Isaac Peral a las 14:15. Bonito momento: los naranjos cargados de naranjas o de
flores de azahar, el alboroto de los niños, el sol amable, las mesas y las
sillas de aquel café, tu vestido azul. Le pides a tu nena que me salude. Me sonríes.
Por fin me miras a los ojos, y surge un instante en el que el mundo que nos
precede desaparece, mientras estamos así: el uno frente al otro, a apenas un
par de palmos. Te propongo tomar algo. Malditas clases de baile los lunes y
miércoles; malditas clases de inglés los martes y jueves; y maldito viernes, en
el que tu nena no me llama por mi nombre de pila y acaso levanta la mano; su
papá me cuenta que andas haciendo las maletas y que os largáis a alguna parte
en dónde hay un río que lleva un agua con un color mágico, entre esmeralda y
turquesa.
Nuestras vidas son dos
ríos que van a parar al mar.